«Si no llego a tener mis dos dosis de vacuna puestas, no estaría escribiendo esto»

Cartas al director
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OPINIÓN

Agos Iglesias

19 dic 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Del otro lado

Dicen que a veces la vida necesita demostrar su poderío, reivindicar que es el azar el que marca nuestros días, y que es necesario un parón en seco en nuestro ritmo vertiginoso, para que valoremos el silencio, la paz, los días, vivir. Cuando tienes 32 años, ninguna enfermedad de base y la pasión de tu vida es vestir cada día un pijama verde de UCI pediátrica, crees tener claro cuál es tu lado de la enfermedad. Pero un día, en medio de una pandemia que parece que por fin se diluye, que salpica a la gente de mi edad con procesos asintomáticos, y cuarentenas tras las que vuelven la vida, los viajes, las cenas, las risas —y la anécdota de haber tenido covid—, un día la vida te da ese salto al vacío que por guion no era para ti.

El 4 de diciembre, en plenos planes navideños —entre los que estaba mi tercera dosis de la vacuna—, me contagié de covid en el ámbito doméstico, a pesar de saberme todos los protocolos, de seguirlos, de cuidar y cuidarme. Porque algo tan microscópico como el covid-19 ha demostrado tener pasaporte para colarse en cualquier cuerpo sin importarle tu edad, tus planes, tu vida. Y la estadística para una chica como yo saltó por los aires. El 5 de diciembre acudí a urgencias suplicando un ingreso, porque jamás me había sentido tan mal, y el 6 ingresé en una planta covid. He entrado tantos días a trabajar a la UCI, deseando contagiar mi fuerza a todos esos padres y madres que aterrados se agarran a las camillas de sus hijos, que no podía imaginarme la paralización del miedo. La vida, y este virus, me habían puesto del otro lado.

Con el sistema inmunitario absolutamente devorado por el virus, dormí días enteros, me han aseado en la cama, he tenido que hacer mis necesidades en una cuña, conectada al oxígeno, conectada a la vida. Al ir recuperando la consciencia recibí uno de los mayores aprendizajes de mi vida, clases de humanismo impartidas por compañeros sanitarios que hacían un trabajo durísimo con los contagiados de más edad que han ido pasando por la cama de al lado: mantener el respeto, el tacto y el cariño con pacientes ancianos que ya han vivido su vida. Ellos no son niños de UCI, son adultos, solos; obligados a permitir, sumidos en el miedo, que un desconocido asalte su intimidad en el momento más difícil de sus vidas, y les desnude no solo el cuerpo, sino también el corazón. Llorar en silencio durante días enteros al lado de un extraño en una habitación de hospital aislada te hace perder la esperanza por momentos. Y en esos instantes recordaba conversaciones de gente de mi edad que decían que no tenía tiempo a vacunarse; o que dudaban si ponerse la tercera dosis, porque la segunda los había dejado un poco molestos. Sé, por lo que he visto y sentido, que si esta situación llega a sucederme en marzo del 2020, en vez de en diciembre del 2021, con mis dos dosis de vacuna puestas, no estaría escribiendo este relato. Pero por suerte creo que esto, en mi caso, pasará. Saldré de este hospital, con la salud arrasada, y seguramente volveré a escuchar a gente de mi edad cuestionándose la tercera vacuna, protestando por tener que ponerse la mascarilla dentro de un bar, y diciendo que los ingresos por covid son cosas de ancianos. No era necesario acercarme a este abismo para que valorase la vida, porque desde niña he sabido que son instantes fugaces los que construyen la felicidad. Por eso, cuando las fuerzas vuelvan a acompañarme, y escriba la carta a los Reyes Magos, les pediré más vida, más días, más de mi gente, más de nuestros sanitarios, y nuevos pijamas verdes para volver de nuevo a la UCI; pero esta vez a vivir mi pasión, a cuidar. Sara Lema.