Cualquiera de nosotros

Cristina Sánchez-Andrade ESCRITORA, PREMIO JULIO CAMBA

OPINIÓN

Laura Peris García

01 dic 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde hace un tiempo, cada quince días tengo la suerte de impartir un taller de escritura en la prisión de Valdemoro, a unos treinta kilómetros de Madrid. Digo que «tengo la suerte» porque para mí es una experiencia enriquecedora que, como casi todas las labores de voluntariado, aportan mucho más de lo que tú das. La intimidad y el ambiente que se generan en la charla con los internos no se puede comparar con nada que tengas fuera. Pero, tal vez, el beneficio más evidente para el que entra y sale dos horas después del recinto penitenciario es que aprendes a valorar tu libertad. Muchas veces me piden que cuente cómo es «aquello». Pues bien, aquello es sórdido y feo. Es triste. Hay muros de hormigón y alambreras. A veces, como en las películas, hay locos que te increpan desde las ventanas. Otras, son las miradas de soslayo lo que más te estremece. Para lo que no tengo palabras es para describir la sensación que me invade cuando, ya fuera del aula que nos asignan para el taller, en medio de un pasillo largo y desangelado con olor a fritanga, me despido de los ocho o diez presos con los que acabo de mantener una conversación como si fueran amigos de toda la vida. Yo giro a la izquierda y ellos a la derecha: esa es la diferencia. Yo camino hacia mi querida libertad y ellos hacia la intemperie de su encierro. A veces vuelvo la cabeza para echarles un último vistazo: ahí van, arrastrando los pies, en chándal, ensimismados y silenciosos. La sensación es una mezcla de alegría y desolación, de satisfacción por el trabajo realizado y pena infinita. Cuando llego al coche, ya fuera, siempre me tengo que repetir que es natural, que no debo sentir pena porque ellos están ahí «por algo».

Claro, ellos están ahí por algo. Y, sin embargo, la mayor enseñanza después del tiempo que llevo asistiendo a la cárcel para impartir estos talleres es que cualquiera podríamos estar dentro. Porque las personas (en este caso hombres) que allí dejo no difieren gran cosa del vecino del cuarto al que saludo todas las mañanas, del tipo mohíno que veo en la parada del autobús, del dependiente del supermercado que me despacha sin mirarme, o de ese amigo brillante, profesor de universidad, que me habla de películas y me presta libros de poesía inglesa.

No se trata solo de que la frontera entre el bien y el mal sea a veces inexistente (te tomas una copa, por ejemplo, coges el coche, matas a alguien y ya estás en la cárcel con una condena de cuatro años por homicidio temerario). Es también, creo, que tenemos una confianza irreflexiva en las instituciones, es decir, que pensamos que nadie puede estar entre rejas sin que haya pruebas contundentes que lo demuestren, sin que el juicio no haya sido justo.

Aunque se estrenó ya hace unos meses, ayer vi por primera vez el magnífico documental de Netflix titulado El caso Wanninkof-Carabantes. Trata sobre un crimen real que muchos recordarán: en 1999, Rocío Wanninkof muere asesinada. Se sospecha de Dolores Vázquez, la expareja de su madre, pero una segunda víctima revela la monstruosa verdad. Es uno de los ejemplos de la denominada «pena de telediario», es decir, la acusación ante la opinión pública de una persona por los medios de comunicación, sin disponer de evidencias concluyentes y sin respetar la presunción de inocencia. Porque, a pesar de que no había pruebas que la incriminasen, de que no existía riesgo de que escapara, de que no tenía antecedentes y de que no fuera un peligro para nadie, Vázquez ingresó en la cárcel en el mismo momento de la detención. Pone los pelos de punta saber que esta mujer pasó diecisiete meses allí, varios de ellos en aislamiento, y que ni siquiera haya recibido una indemnización. Se llamaba Dolores Vázquez, pero podría haber sido cualquiera de nosotros.