La bella historia del diputado «patadista»

Roberto Blanco Valdés
roberto l. blanco valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

Eduardo Parra

24 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Mucho a mucho va lo grotesco dominando la política española, que, a este paso, pronto figurará en el Libro Guinness de los Récords. La última astracanada se ha vivido en el Congreso y, aunque parece insuperable, podemos dar por seguro que no tardarán el propio Parlamento o el Gobierno (o ambos al alimón) en servirnos otro bonito capítulo de esta tragicomedia interminable que, con el increíble apoyo de la mitad del país, sufre España entera. 

Que un diputado nacional sea condenado por patear a un policía debe ser algo más bien raro en las naciones de nuestro entorno, pero no soy capaz de imaginar que tal hazaña pudiera provocar en ellas la respuesta institucional a que dio lugar aquí: tras ser juzgado y condenado por el Tribunal Supremo, el heroico machote fue obsequiado con un gran aplauso en el Congreso por los diputados de su grupo y algunos del PSOE, un merecido homenaje al que se sumó, puesta en pie y con sonrisa de gran satisfacción, nada más y nada menos que ¡la vicepresidenta segunda del Gobierno! La enseñanza de la imagen para nuestra sociedad y, sobre todo, nuestros jóvenes no puede ser más admirable, por lo que cabe suponer a los protagonistas del homenaje encantados con su ejemplo.

Como lo que mal empieza peor sigue, la cosa no quedó ahí: al ser condenado por un delito de atentado contra la autoridad a una pena privativa de libertad (compensable por el pago de una multa) y a la de inhabilitación para el ejercicio de cargo público, el diputado del sector patadista de Podemos, Alberto Rodríguez, debía dejar su escaño, pues no podía ocuparlo por haber quedado judicialmente inhabilitado.

Pero, hete aquí, que la Mesa del Congreso, en la que mandan el PSOE y Unidas Podemos, apoyándose en un informe de los letrados de la Cámara, decide incumplir, sin más, la sentencia judicial. La Mesa entra entonces en un delirante tira y afloja con el Supremo, que solo podía acabar como acabó: con el abandono del escaño por parte del diputado inhabilitado. El ejemplo que ha dado la mayoría de la Mesa del Congreso ha sido, pues, igualmente fastuoso: así se prestigian las instituciones y se consigue sin duda que los ciudadanos las respeten.

Aunque tarde, mal y arrastro, y a costa de un ridículo espantoso de la mayoría parlamentaria, todo parecía al fin resuelto, cuando llegó la traca final del espectáculo: otra ministra podemita, la siempre juiciosa Ione Belarra, anunciaba que Podemos se querellaría contra la presidenta del Congreso, que probablemente temerosa de incurrir en desobediencia o en prevaricación (el ejemplo de la presidenta del Parlamento catalán debió de pasar por su cabeza) había decantado finalmente la posición a favor de que Rodríguez fuera privado de su escaño.

Y así acabó esta bella historia de la política española: con una ministra del Gobierno que Podemos comparte con el partido al que pertenece la presidenta del Congreso denunciándola como prevaricadora por dar correcto, aunque tardío, cumplimiento a una sentencia judicial. Lo dicho: una maravilla.