El adiós de Angela Merkel

OPINIÓN

25 sep 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Las primeras aproximaciones a la idea de liderazgo, entendido como la capacidad de generar confianza y seguridad en la dirección de los asuntos públicos, surgen en Grecia, vinculadas a aquellos legisladores a los que se les reconocía la sabiduría, la ejemplaridad y la decisión que aplicaban a la construcción de espacios políticos institucionalizados. Pero fue Roma la que, mediante la acuñación de dos conceptos de comprensión instintiva -auctoritas y potestas, o autoridad y poder-, supo distinguir las dos cualidades que, si van unidas, definen al verdadero líder.

La potestad hace referencia a la posición institucional que ocupa el político, de la que nace su capacidad formal de gobernar y de generar obligaciones jurídicas. Y eso significa que, si imaginamos la sucesión de dos gobernantes en un mismo país, que sean el mejor y el peor de los políticos posibles, los dos tendrían el mismo poder y generarían las mismas obligaciones sobre sus ciudadanos y sobre la administración que les sirven. La autoridad, sin embargo, es un concepto esencialmente cualitativo -o moral, en palabras de Droysen- que distingue a la persona que, por su saber, sus virtudes, su fiabilidad y su entrega, ejerce una fuerte atracción sobre los ciudadanos, genera una gran confianza y los motiva a cooperar en la cosa pública con orientaciones hacia el bien común. Y eso significa que la autoridad no depende de la posición que se ocupa, sino de la ejemplaridad y la sabiduría, que constituyen un principio de liderazgo que excede al poder formal.

El buen político, decía Ortega, solo es el que reúne en su persona la potestas y la auctoritas, y el que, al tiempo que impone obligaciones jurídicas y políticas, motiva y orienta la conducta y las actitudes de los ciudadanos hacia la satisfacción del interés colectivo. Por eso hay tan pocos políticos excepcionales. Porque, habiendo muchas personas atractivas y ejemplares, y muchas otras capaces de ascender o trepar a las cumbres del poder, son muy escasos y esporádicos los servidores públicos en los que ambas cualidades se funden y perfeccionan hasta el punto de generar los grandes líderes que marcan, mediante el cambio y el progreso, la historia de los pueblos.

Sobre estos supuestos se puede decir que la señora Merkel ejerció, desde hace 16 años, toda la autoridad de su país y de Europa. Que pudo gobernar con acierto y prudencia, más allá del formalismo potestativo, Alemania y la UE. Y que supo emplear su enorme y reconocida autoridad para suplir todos los déficits de organización, constitucionalización y representación que lastran la construcción europea. De esto empecé a hablar, como un llanero solitario, cuando las tribulaciones y desencantos de la crisis financiera la describían como una imperialista consumada que martirizaba a Europa para engrandecer a Alemania. Craso error. Porque si Merkel no hubiese hecho lo que hizo, tampoco podríamos hacer lo que hoy hacemos. Por eso deja un vacío muy difícil de rellenar, y la echaremos en falta.