En el episodio del finalmente falso ataque homófobo que habría sufrido un joven en Madrid -en realidad una invención de la supuesta víctima para no perder a su pareja tras haberle sido infiel- hay algo de esperpento y mucho de manipulación política hecha a sabiendas por quienes -el Gobierno y sus socios- están obligados a asegurar la convivencia en paz y en libertad en lugar de agitar irresponsablemente las pasiones que provocan siempre las injusticias manifiestas. Y atacar de cualquier modo -por medio de insultos, presiones o agresiones- a las personas por sus preferencias sexuales es una infamia, que humilla no solo a quienes las sufren sino a cualquier persona de bien digna de tal nombre.
Por eso resulta increíble que, habiendo desconfiado la policía de la veracidad de los hechos denunciados desde el momento mismo en que procedió a su comprobación, el presidente del Gobierno, el ministro de Interior o la ministra Ione Belarra, quienes no podían desconocer las averiguaciones policiales dada la trascendencia política que dieron desde el primer momento a la hipotética agresión, dejasen por completo de lado la sospecha de un montaje, para organizar un escándalo en su propio beneficio, acusando nada más y nada menos que a los partidos de la oposición de instigar o contemplar con comprensión las agresiones homófobas que se producen en España.
Es ya un reflejo condicionado del Gobierno, como aquel de los perros de Pávlov, el hablar frívolamente de fascismo -ahora en forma de machismo y homofobia- cada vez que se encuentra ahogado en problemas que no logra resolver, con reflejo en una caída en las encuestas. Por eso, pese a saber con toda probabilidad lo que la policía sospechó desde el principio -que estábamos ante un montaje-, el Gobierno tiró palante aplicando esa máxima del peor periodismo y la peor de las políticas: que la verdad no debe estropear nunca una historia que puede rentar sustanciosos beneficios.
Por lo demás, resulta sorprendente, aunque se haya convertido ya en un hecho habitual, que los únicos delitos de odio que parecen preocupar a este Gobierno sean los que afectan a la condición sexual de las personas, lo que sería comprensible si fueran los más numerosos en España. Ayer, y en estas mismas páginas, nos recordada que no es así Fernando Ónega: en 2020 hubo en España 277 agresiones por inclinaciones sexuales, 326 por razones ideológicas y 485 por motivos racistas.
¿Considera el Gobierno que es menos grave agredir a alguien por su raza, o por no ser nacionalista en el País Vasco, Navarra o Cataluña, que por su inclinación sexual? Su silencio sepulcral frente a los ataques por motivos ideológicos (en las que los agresores son casi siempre radicales de extrema izquierda) contrasta con el escándalo que organiza cuando las agresiones se deben a la condición sexual. Y no, no es esto último lo criticable, por supuesto, sino su cínico silencio cuando sus adversarios políticos son agredidos por los compinches de sus estrafalarios aliados.