Guerras: de Bonaparte a Afganistán

Roberto Blanco Valdés
roberto l. blanco valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

AKHTER GULFAM

29 ago 2021 . Actualizado a las 09:59 h.

Todo comenzó en Vietnam. Por eso no es casual que el caos del aeropuerto de Kabul nos traiga a la memoria de inmediato la imagen, mil veces repetida, de quienes intentaban huir de Saigón agarrados a los patines de los helicópteros que despegaban de la embajada americana. Y es que las capitulaciones de Vietnam y Afganistán no se fraguaron en selvas o en desiertos sino en el interior mismo de los propios países derrotados.

 La de Vietnam comenzó en las calles de las ciudades norteamericanas, donde miles de personas, al principio, y cientos de miles, al final, acusaban a las sucesivas Administraciones de estar perpetrando un genocidio contra el pueblo vietnamita: la imagen de la pequeña Kim Phuc con su cuerpo quemado por el napalm gritando «Mucho calor, mucho calor», la matanza de My Lai o la foto estremecedora del jefe de la Policía Nacional de Vietnam del Sur asesinando de un tiro en la sien a un oficial del Vietcong, fueron decisivas para que la mayor potencia militar del planeta decidiera rendirse y retirarse con el rabo entre las piernas.

Para cuando comenzaron las guerras del Golfo, de Afganistán o de Irak, los políticos de todos los países habían aprendido la lección y ya sabían que no solo intervienen los ejércitos combatientes sino también la opinión pública de los estados enfrentados, que, cuanto más libre y poderosa, más puede determinar el resultado final de la contienda. Lo vimos en Irak hace una década y acabamos de comprobarlo ahora de nuevo en Afganistán.

La aparición de una opinión pública poderosa, que es sin duda lo que más temen los gobernantes de los Estados democráticos (donde no hay democracia, tampoco existe aquella), puso fin a un tipo de guerras que en realidad habían nacido cuando Napoleón Bonaparte impulsó la guerra total, descrita con precisión por el especialista Gordon Craig: aquella en que cada campaña era una batalla decisiva que se podía forzar hasta el total aniquilamiento del adversario.

Esa fue la forma de combatir durante las guerras napoleónicas y, ya en el siglo XX, durante las dos guerras mundiales, carnicerías todas sencillamente inconcebibles con una opinión pública como la ahora dominante en gran parte del planeta. Hoy nos asombra, con razón, que se bombardee, queriéndolo o sin quererlo, a la población civil, pero esa forma de combatir fue la norma durante la Segunda Guerra Mundial. Hoy nos asusta, con razón, hablar de cientos de muertos en una refriega, pero en las batallas del Somme o de Verdún durante la Gran Guerra las bajas se contaron por cientos… de miles.

Ese cambio, nacido del horror frente a la guerra, es sin duda un triunfo de la civilización sobre la barbarie. Pero también, y nadie debiera olvidarlo, una forma de debilitar las posibilidades de la civilización de acabar con la barbarie. ¿Hubieran derrotado al Eje los aliados con una opinión pública como la actual? Tal es la inquietante pregunta que suscita el justificado odio a la guerra que hoy compartimos en todo el mundo occidental.