Política de arte y ensayo

OPINIÓN

Emilio Naranjo

01 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

A finales de los sesenta, cuando España olía a transición, y los jóvenes necesitábamos barnizar nuestros hobbies y diversiones con un matiz cultureta y liberador, la villa de Madrid se llenó de cines de arte y ensayo, cuya promoción nos hizo creer que allí se podían ver películas no censuradas o requintados milagros de la filmografía europea y americana que no habían cruzado los Pirineos. Las salas se llenaron de estudiantes barbudos, progres profesionales, chicas liberadas, sindicalistas y curas secularizados. Y el negocio duró casi un decenio, en medio de un olor a Che Guevara que nadie se atrevía a criticar.

Al principio proyectaban El Acorazado Potemkin, Cuerda de Presos, la inolvidable Calle Mayor y Antonio das Mortes, cosas que todos habíamos visto, o estaban en las sesiones continuas de los cines de Cuatro Caminos, pero que ahora venían adobadas con una compañera de pupitre, con el ambiente de transgresión light que habíamos logrado, y con la sensación inigualable de que «comestas polo tempo / xa afrouxan as cadeas». Pero poco después, cuando las salas se asentaron, se produjo una extraña inversión del fenómeno que vale la pena recordar. Porque, conseguido el marchamo de calidad liberadora del arte y ensayo, aquellos cines empezaron a proyectar filmes insoportables, trapalladas de segunda mano, chorradas de principiantes, y partos filmados con cámara fija. Y los espectadores, lejos de plantarnos, e ir a ver Un hombre y una mujer, que arrasaba en las salas comerciales, asumíamos la obligación de hacer retorcidas interpretaciones de la nada, y ver lo que no había, hasta convertir aquellas simplezas en obras maestras. Un chaval, doblando un garabullo, era la ruptura generacional del mayo-68. Un parto visto de cerca era la llegada de Lenin a San Petersburgo. Un candil que se apagaba mientras dos viejos jugaban al tute era el franquismo agonizante. Y una adolescente con rebeca, mordiendo una manzana, era la ruptura democrática al alcance de la mano.

  Y ahora sucede lo mismo. La política española está llena de mediocres inexpertos, que carecen de argumento, vis dramática y música de fondo. Gente que pasa el día diciendo simplezas, cuya vida se mantiene porque nos han convencido de que están filmando un salto de progreso, hacia la liberación y la felicidad universal, que nosotros tenemos que descubrir en los vacíos monólogos de Sánchez, en la jerga acelerada de la ministra portavoz, en la madriguera del ministro Duque, en las cursiladas de Rufián y en la coleta cercenada de Iglesias. Y por eso sigue la fiesta. Porque abducidos por el ambiente mesiánico y progresista que han creado, y por el dramático decorado de pandemia y paro que completa la escena, nadie se atreve a decir que estamos viendo y oyendo chorradas macabeas, sin gusto y sin sentido, que en un contexto normal nadie se atrevería a proyectar.

Por eso temo que estos pasmarotes aguanten ahí hasta que Franco vuelva a morir. El de entonces -se lo recuerdo- nos hizo esperar 7 años.