Siete años horribles

OPINIÓN

J.J. Guillén

21 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Con independencia de que seamos monárquicos, republicanos, trans o republicorrealistas -partidarios de un estado bifronte, inventado por mí, en el que los ciudadanos eligen al jefe del estado votando en dos urnas, una transparente, para escoger a la persona, y otra sepia, para decidir si el elegido para ese sexenio va a ser rey, o presidente de una república confederal, asimétrica, autodeterminada y con derecho a salida y retorno-, los españoles tenemos dos poderosas razones para aferrarnos a Felipe VI.

La primera: que, no habiendo consenso sobre la forma de Estado, ni expectativa de que lo haya, sería del género idiota abrir la reforma constitucional y arriesgarnos a tener que cerrarla en falso, con otra fractura social, o -lo más probable- no cerrarla. Y la segunda es que, inmersos en un estúpido maniqueísmo constitucional, que afecta a la política, al territorio y al proyecto nacional, y viéndonos obligados a navegar por estos procelosos océanos con una tripulación inexperta y fulera, que tiene dificultades para distinguir el timón del ancla, la idea de poner al mando de la flota a un almirante con fecha de caducidad, sin más poder que un florero, y cocinado en una salsa de partidismo, ocurrencias e indefinición de objetivos, suena a suicidio colectivo -como los de Numancia, Sagunto o el Medulio, que en esto somos expertos-, que podría frustrar el único sueño nacional que todos compartimos: tomar una cervecita fría, en un chiringuito de playa, con buenos pinchos, y sin mascarilla. Por eso opino que, rebus sic stantibus, lo mejor que podemos hacer es pedirle a la Virgen que nos deje como estamos.

Lo malo es que esta opción se refiere a un rey que acaba de vivir un septenio horrible, que va camino de otro más horrible aún, y con una monarquía castigada por el desprestigio, por el cordón sanitario al que la someten algunos ciudadanos e instituciones, por la creciente banalización de su oficio, y sin que nadie sepa con qué formas y maneras podríamos romper la pastosa sensación de que tenemos un jefe del Estado que no puede visibilizar su función, ni librarse de sus demonios familiares, ni romper la condición de jarrón chino que nadie sabe qué hacer con él.

Así las cosas, sabiendo que tenemos una monarquía absolutamente imprescindible y progresivamente debilitada, no nos queda más remedio que articular un plan de refuerzo y redefinición de la institución, que, sin pasar necesariamente por una reforma constitucional, pueda conformar una jefatura del Estado útil, visible, institucionalizada en formas y funciones, y dotada de las debidas protecciones jurídicas y protocolarias que pongan fin a su insoportable soledad. Porque ya no se trata de ser monárquicos o republicanos, sino de evitar que nuestro renqueante sistema político agrave nuestros problemas y divisiones en vez de encauzarlos. De eso va el séptimo aniversario: de que, parafraseando al alcalde de Móstoles, la monarquía está en peligro de irrelevancia o derrumbe, y hay que acudir a salvarla.