El rey y los indultos: no enredemos

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

D.Zorrakino. POOL

18 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Aunque llevo cuatro décadas dedicado al estudio del Derecho Constitucional no tengo inconveniente alguno en admitir que ser constitucionalista, incluso bueno, es más sencillo que ser buen jugador de póker o buen médico, sin que yo pretenda, claro, comparar la muy diferente utilidad social de una y otra ocupación. Ello no quiere decir que quien no sabe ni una palabra del asunto -lo que parece ser el caso de la presidenta Díaz Ayuso- tenga la misma autoridad para pronunciarse sobre cuestiones constitucionales que quienes se dedican profesionalmente a analizarlas.

De hecho, si Ayuso supiera algo de un tema por lo que se ve totalmente ajeno para ella no habría metido al rey en un embrollo tan inoportuno como potencialmente peligroso. Pues proclamar que su firma al pie de los indultos que prepara el Gobierno para los golpistas catalanes hace al Jefe del Estado cómplice de esa descabellada e irresponsable decisión resulta una forma como otra cualquiera de confundir el eso con las témporas.

Nadie fuerza al rey a ser cómplice de nada, ni podría hacerlo aunque tal fuera su propósito perverso, por la sencillísima razón de que, tras la decisión de indultar, que corresponde al Consejo de Ministros, único responsable político y jurídico de aquella, el monarca se limita a cumplir con sus obligaciones constitucionales, como lo ha hecho siempre Felipe VI, y, antes que él, su padre, cada vez que han sancionado una ley, o expedido un decreto -al margen por completo de que personalmente les gustase más o menos la ley o el decreto de que se tratase en cada caso- porque esa es la obligación de los monarcas parlamentarios en todas las monarquías de tal naturaleza que aún existen en Europa.

Alguien debería explicárselo a Díaz Ayuso, con sencillez y claridad, para que deje de enredar: ni el rey ejerce ningún tipo de control de legalidad (que corresponde a los tribunales de lo contencioso) ni de control de constitucionalidad, que corresponde al Tribunal Constitucional. Por tanto, ni la sanción de las leyes, ni la expedición de los decretos, lo hace cómplice de nada, porque no puede hacerlo a quien cumple una inexcusable obligación constitucional.

Menos favor le harían aún a la monarquía quienes pudieran pretender que el rey actuara ahora, como en Bélgica en 1990 Balduino, cuando se negó a sancionar la ley que despenalizaba allí el aborto, alegando motivos de conciencia. La salida a aquel increíble lío, calificada por un veterano constitucionalista belga como una «ficción surrealista», se justificó en una interpretación más que discutible de la Constitución y produjo inevitablemente una grave crisis política y constitucional. Crisis que, dadas las circunstancias actuales, sería todavía más grave en España si la Corona atendiese ahora, como ya se pretendió sin éxito que hiciese cuando se aprobó en 1985 la primera ley de despenalización del aborto, esos cantos de sirena que, bajo la coartada de defender a la monarquía, la ponen al pie de los caballos. ¡Y nunca mejor dicho!