Lágrimas de Jeremías

Luis Ferrer i Balsebre
luis ferrer i balsebre TONEL DE DIÓGENES

OPINIÓN

Kike Rincón

06 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

«Quisiera tener lágrimas suficientes para llorar día y noche por los muertos de mi pueblo! Dios dijo: En este país todos mienten y todo va de mal en peor. ¡Este pueblo dice más mentiras que las flechas que un guerrero dispara en la batalla! Nadie confía en nadie, ni siquiera en su propio hermano, porque nadie dice la verdad. Todos se cuidan de todos, porque entre hermanos se engañan y hasta entre amigos se mienten» (Jeremías 9:1-25). 

Conversaba con un paisano cuya filosofía aborigen respeto con admiración y, tras un par de horas platicando sobre la situación actual, dejó asomar la nariz por encima de la mascarilla y finalizó su intervención con un contundente: «Estamos perdidos... Estamos dejados de la mano de Dios... Perdidiños del todo».

Siendo imposible deshacerme de los anticuerpos judeocristianos, acabé dándole vueltas al asunto y releyendo Las lágrimas de Jeremías de Francisco de Quevedo, que siempre aporta sosiego desde su filosofía estoica (muy semejante a la del paisano).

Y, en cierta medida, parece que estuviéramos en tiempos bíblicos, al borde del Mediterráneo, trabajando como esclavos, construyendo pirámides de cristal y redes invisibles; mascando arena de desiertos y sometidos por un poder faraónico al que no hay dios que pueda hacerle entrar en razón. Como egipcios castigados por pertenecer a un pueblo gobernado por dioses fatuos y terrenales. A los egipcios les tocó pagar el pato porque su faraón no consintió en liberar al pueblo hebreo.

No se sabe cómo le convencieron, pero el caso fue que los elegidos apelaron a su dios, este respondió con furia y sed de venganza, y lanzó sobre el pueblo egipcio siete plagas demoledoras que le ganaron el pulso al Faraón y asolaron la tierra de Egipto.

El caso es que a nosotros también nos han teñido las aguas de plásticos, lanzado una plaga de velutinas, alterado las estaciones tornando primaveras en inviernos y otoños en veranos; no se nos han muerto los primogénitos porque ya casi no hay y un coronavirus -mucho más jodido que las moscas, los piojos y las ranas bíblicos- ha arrasado millones de vidas. No sé quién habrá sido el gracioso al que se le ha ocurrido pedir a su divina providencia que nos amargue así la vida, ni sé cuál ha sido el error para merecer tal represalia, pero algo debemos estar haciendo mal para recibir semejante somanta de plagas. Y mientras miraba los primeros pompones azul añil de las hortensias del jardín recité con Quevedo: «No hay camino que no yerre, ni juego en el que no pierda, ni amigo que no me engañe ni enemigo que no tenga». Si el virus o la vacuna no lo arreglan.