Raphael, politólogo y cantante

OPINIÓN

PACO RODRÍGUEZ

24 may 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Los intríngulis de la política, y de la ciencia que la estudia, no solo se hacen visibles en las guerras mundiales, las pestes, las hambrunas, los cambios de paradigma cultural -como el Renacimiento-, y la irrupción de la ignorancia masiva que vehiculan las TIC. Bien al contrario, son muchos los casos en los que el salto de la liebre, revelador y profético, se produce en las actividades de la vida corriente, entre los pucheros, como decía Santa Teresa, en los botellones, al salir de la misa del domingo, o en la inesperada aparición de un politólogo injustamente preterido. Y este es, precisamente, el caso que quiero referirles.

El sábado, mientras esperaba el Telediario de las 3, tuve la fortuna de ver un documental sobre el Festival de Eurovisión, cuyo eje temático era el fatal meigallo que estrangula a los artistas españoles que intervienen en este certamen. Para más inri -porque estábamos ante un tradicional ejercicio de autoflagelación-, los guionistas no dejaban de insinuar que todas las alegrías eurovisivas se habían producido durante el franquismo, cuando solo los falangistas y los del Opus tenían permiso para componer e interpretar canciones -porque los demás ya nacíamos «prohibidos»-, que escuchábamos «en blanco y negro». Y fue en este momento cuando empezaron a desfilar por la pantalla algunos famosos -Julio Iglesias, Conchita Bautista, Karina, Sergio Dalma- que trataban de explicar tanto los habituales fracasos y desventuras como los extraños éxitos de Massiel y Salomé en 1968 y 1969. También se habló del feo que nos hizo Europa -¡ignorantes que son!- cuando no supo valorar a Chikilicuatre, sin tener en cuenta que había sido elegido por «la generación mejor preparada de la historia».

Y en estas llegó el politólogo Raphael -el de Yo soy aquel-, que, siguiendo la ley de la ventaja comparativa, enunciada por David Ricardo, renunció a asesorar a los políticos y se dedicó a cantar. Pero, dado que «de la abundancia del corazón habla la boca», cuando le pidieron un diagnóstico de los fracasos de 1966 y 1967 dijo esta genialidad: «Nunca se ganará [Eurovisión] mientras no se haga una canción que no tenga apenas letra, y diga mucho ‘la, la, la; la, la, la'». Dicho y hecho. Al año siguiente, tras la renuncia de Serrat a cantar el La, la, la, porque ya intuía el procés, llamaron urgentemente a Massiel, que solo pudo ensayar dos tardes y obtuvo, para España, el primer triunfo de Eurovisión (1968). Y lo mismo hizo Salomé en 1969, cuando, con un lalaleo igual de pobre -«vivo cantando, hey»-, hizo de Raphael el mejor profeta y musicólogo de España.

Pero lo que más me impactó, como politólogo, fue pensar que, si aplicamos el diagnóstico de Raphael al inescrutable período político que nos acompaña desde el 2014, pasamos, en solo un segundo, de no entender nada a entenderlo todo. Porque el politólogo Raphael se dio cuenta de que en momentos de tribulación y jaleo solo sirven los discursos con poca letra y mucho lalalá, que es lo que Redondo le aconseja a Sánchez.