La santa República 90 años después

OPINIÓN

Cabalar | Efe

15 abr 2021 . Actualizado a las 11:04 h.

Noventa años de historia son suficientes para que los recuerdos directos se hayan borrado, y para que el invento de la memoria histórica pueda entrar a fondo en la elaboración de relatos urdidos a la medida de las necesidades actuales. Por eso triunfa una historia maniquea, en la que una España pura, culta, idealista, generosa, que abandonó las tabernas para asistir a conferencias y recitales, consiguió crear -¡en solo cinco años!- los intelectuales, filósofos, poetas, maestros, investigadores, líderes sociales, feministas, progresistas y políticos que salvan toda la historia del siglo XX. 

El éxito de este milagro parece inapelable. Aunque todo terminó con la irrupción de una horda -que también surgió por generación espontánea- que, compuesta por millones de curas, falangistas, terratenientes, analfabetos, machistas, empresarios, marqueses y militares, refundó la España en la que todo estaba prohibido, donde nadie leía ni escribía, que cerró las universidades y los teatros para construir iglesias y campos de fútbol, y vivió de la sopa boba. Hasta que, en otro arrebato de la historia, llegó la Transición, y en menos de quince días nos convertimos otra vez en cultos, progres, poetas, laicos, científicos, ingenieros, independentistas y raperos, dejamos de rezar y de jugar al fútbol, y regresamos al paraíso terrenal.

Nadie recuerda la plaga de violencia y dictadura que tensionó Europa en los años treinta. Nadie recuerda que las guerras mundiales fueron guerras civiles -internacionales- que quisieron recomponer el mundo por la violencia en vez de hacerlo por la política. Nadie se fija en que la República se proclamó sin transiciones, ni en que unas élites avanzadas dieron un salto mortal -nunca mejor dicho- entre el derrumbe moral, político y social de la monarquía y la instauración de una república que, en vez de acompasar su evolución al pueblo que la recibió con alborozo, echó a correr, al ritmo de las élites, y dejó atrás, bebiendo los vientos de las revoluciones, a gente que trabajaba en las fábricas y las tierras del país.

A nadie le extrañó que los republicanos y los fascistas, que se enfrentaron en la guerra, estuviesen agrupados por provincias -cuius regio, eius religio- en perfecta correlación con las élites dominantes. Ni que todos los republicanos fuesen laicos, y todos los fascistas meapilas. Porque a nadie le importa la historia, ni sus explicaciones, sino la imposición de un relato que sigue alimentando -en un absurdo esperpento- el pulso entre fascistas machistas y progres feministas que articula de nuevo -aunque con poco éxito de crítica y público- la política actual. Porque aún hay gente que cree que hay una España de analfabetos, terratenientes, empresarios, curas y machistas que podría arreglarse si, dejando a un lado los remilgos de las transiciones y el reformismo, saliésemos a los balcones, con himnos y banderas nuevas, para proclamar otra república fáctica y benéfica, sin misas ni jesuitas. ¿Que el cuento no es así? Pues lo parece.