
Podemos soy yo. Conmigo nació, conmigo creció, conmigo llegó al Gobierno y cuando yo muera -políticamente-, conmigo morirá. Eso es lo que en realidad se esconde tras la épica de cartón piedra construida por Pablo Iglesias para justificar su mutis del Ejecutivo por el foro madrileño. Aunque esa identificación entre el hombre y el partido pueda parecer exagerada, Podemos e Iglesias fueron desde su nacimiento, literalmente, una y la misma cosa. La ley electoral (Loreg) establece en su artículo 221.2 que «las papeletas electorales destinadas a la elección de diputados al Parlamento Europeo deben contener la denominación, sigla y símbolo del partido». Pero lo que los votantes se encontraron en la papeleta de las elecciones europeas del 2014, nacedero de Podemos, era la cara de un señor con coleta. Iglesias no era solo el candidato de la formación, sino el partido mismo.
Por si a alguien no le había quedado claro, el hombre de acero se dedicó a partir de entonces a borrar la figura de todos los cofundadores de Podemos, como hacían Lenin y Stalin, pioneros del Photoshop, con cualquier rival interno. Y así como en la URSS se hacía desaparecer de las fotos de grupo por arte de magia a personajes como Zelenski, Malchenko, Trotski o Bujarin, en Podemos fueron cayendo uno a uno Errejón, Monedero, Bescansa, Alegre y tantos otros, como los diez negritos.
En 2016, Iglesias me dijo que ya no quería tomar el cielo por asalto, sino llegar al Gobierno tocando el timbre. Pero siete años después de aquel mayo del 2014 ha comprendido que esa profecía autocumplida no era el comienzo de nada, sino el principio del fin. El suyo. El tren con salida en Zúrich y llegada en la estación Finlandia de Petrogrado llegó demasiado rápido para él, que lo que ansiaba en realidad era hacer lo de Cavafis. «Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca, pide que tu camino sea largo. Llegar allí es tu meta. Mas no apresures el viaje». Hubiera sido feliz perpetuándose como la voz del pueblo en la trinchera, arengando a las masas, recorriendo España cargando contra el poder, leyendo libros y viendo series, en lugar de encarnar él mismo el poder y, además de sufrir las consecuencias, tener que empollarse aburridísimos informes sobre leyes que hacen otros, porque él, como vicepresidente segundo del Gobierno, no lega ninguna a España.
Agotado, acosado por Justicia, con el partido bajo mínimos en los sondeos y toreado de salón por un Sánchez al que despreciaba intelectualmente, Iglesias se corta la coleta. Algo que ya auguraba el moño. Pero, en lugar de irse elegantemente dimitiendo, apartándose y convocando un congreso, lo hace nombrando sucesora sin consultar a nadie, pero sabiendo en realidad que el partido que considera suyo no sobrevivirá a su ausencia, porque allí arderá Troya cuando él no esté. Iglesias nos presenta su chusca fuga del Ejecutivo con la excusa de inmolarse frente a Ayuso en Madrid, como si fuera el Che abandonando el Gobierno cubano para hacer la revolución en Bolivia, aunque él quiera hacerla ahora desde un chalé.