Como historiadora mi obligación es analizar los acontecimientos con objetividad e imparcialidad. No es fácil porque no siempre se puede obviar la simpatía o animadversión que se siente hacia algunos personajes, causas o sucesos históricos. Más complicado resulta cuando el análisis recae sobre hechos de los que se ha sido testigo aún en la distancia o cuando se siente alguna vinculación emocional. Es por ello que hoy, cuando se conmemora el décimo aniversario del inicio de las primeras protestas que desembocaron en la guerra civil siria, soy más consciente que nunca de lo imprescindible que es la neutralidad. Cuento, para ello, con la ayuda de algunas cifras.
Según las Naciones Unidas, los fallecidos ascienden a 400.000, mientras que la página web I am Syria indica que el número supera el medio millón. Las personas que han huido del país suman más de 6 millones, otro tanto más son los desplazados internos. De los que se han quedado, Human Rights Watch afirma que hay 9,3 millones que no tienen acceso a comida de manera cotidiana y que el 80 % de los sirios viven por debajo del umbral de la pobreza. Con más de la mitad de la infraestructura sanitaria destruida, los bajos datos de infección por coronavirus no son en absoluto fiables y algunos médicos afirman que ascienden a cientos de miles o quizás más. Y, pese a que en marzo del 2020 se firmó un alto al fuego, la alianza del Gobierno de Siria con Rusia ha seguido bombardeando Idlib y muchos otros objetivos civiles con el fin de acabar con todo foco de resistencia. A eso se añade la criminalidad derivada del colapso estatal, por lo que el número de heridos y muertos sigue creciendo, probablemente, sin que se sumen a la abultada cuenta ya existente.
Definitivamente, nada que conmemorar. Solo queda honrar la memoria de los que se han ido y recordar al mundo que, además del covid?19, las guerras como la de Siria siguen provocando miles de muertos, heridos, desplazados y muchos traumatizados.