Semblanza de la higuera

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

28 feb 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

El miércoles pasado se plantó una higuera en el huerto del Parlamento de Galicia. No una higuera cualquiera, sino un esqueje del famoso espécimen que adorna la Casa-Museo de Rosalía en Padrón, y que la tradición quiere que fuese precisamente una de las «figueiriñas que prantei» a las que se refiere la poetisa en Adiós ríos. En ese poema, la higuera es una de las veinticuatro cosas que dice que va a echar de menos ese emigrante trasunto de la propia Rosalía. Siempre pensé que con ese elenco de nostalgias se podría hacer en algún lugar un «jardín rosaliano» en miniatura, un parque temático infantil como el Portugal dos pequeninhos que hay cerca de Coímbra: una fuente, un arroyo pequeño, un huerto, un pinar, un camino entre el maíz, un molino de agua, una iglesita con campanas «trimbradoras»… Pero, de momento, me parece muy apropiada esta iniciativa por el Día de Rosalía; entre otras cosas porque la higuera, aunque longeva, no es inmortal. La de la Casa-Museo de Miguel Hernández, otra higuera de poeta, la han clonado hace un par de años para preservar esa musa de veinte de sus poemas; la de Rosalía, si de verdad la plantó ella, debe estar también ya acercándose a su final.

No sé qué les inspirará a nuestros parlamentarios la venerable sombra de la higuera. A Buda le indujo sus visiones místicas, y en Roma dio origen a toda una civilización, porque fue bajo una higuera que la Loba Capitolina amamantó a Rómulo y Remo. A un tronco de higuera le debemos que Ulises no muriese ahogado en el Canto XII a mitad de la Odisea, aunque luego le llevase a la isla de la siniestra Calipso). La higuera está en todas partes: desde el escudo de Indonesia al de Abegondo (el «figueiral figueirido» que cantó Pondal). Está en los bajorrelieves de los templos de los egipcios, que entrenaban monos para recoger sus frutos, los cuales se llevaban luego consigo los faraones para alimentarse en el largo camino al otro mundo. La eternidad tendría, pues, para ellos sabor a higos, y sin duda lo tuvo para Cleopatra, a la que el áspid que le mordió el dedo le llegó en una cesta llena de ellos. En fin, la higuera, y no el manzano, es el auténtico árbol del Bien y del Mal del que habla el Génesis, como lo entendió correctamente Miguel Ángel. En el techo de la Capilla Sixtina lo pintó como una higuera, y yo, al verlo, siempre he supuesto que se debió inspirar en las que hay en Carmignano, cerca de su nativa Florencia, célebre por sus higos secos, o al menos lo era en mi juventud cuando me comí unos allí, precisamente bajo la sombra densa del árbol. No me inspiró visiones, pero sí una sensación de tranquilidad, como me la inspira la que cuida mi tío José Ángel en Guísamo. «A la sombra de su propia higuera», se dice en Oriente Medio cuando se quiere decir que se está en la gloria.

Así que, aprovechando su llegada al legislativo gallego, quería yo escribirle esta pequeña y apresurada semblanza a la higuera, ese árbol cuyo fruto es dulce aunque a veces nazca fecundado por las avispas que se quedan atrapadas en él. Recuerdo que cuando éramos pequeños los niños mayores nos decían que si un higo salía crujiente era por eso. Y aunque luego he sabido que en realidad lo que crujen son las semillas, me ha quedado para siempre esa idea de que la higuera es un árbol a la vez hermoso y trágico como la vida misma. En fin, el árbol del Bien y del Mal.