La judicialización de la democracia

OPINIÓN

Glòria Sánchez | Europa Press

11 feb 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Aunque la judicialización de la política es un problema endémico de las democracias novatas y acomplejadas, que se agrava en las crisis sistémicas, es evidente que la situación que atraviesa la política española -una expansión anómala del intervencionismo judicial, de la legislación penal y de los procesos penales politizados- da a entender que tenemos males profundos que deterioran nuestra salud democrática y ponen en riesgo la parte del orden social que debería estar encomendada a la cultura y las buenas costumbres de una sociedad avanzada.

Al abrigo de la excepcionalidad que nos impone el covid-19, la judicialización de nuestro país ya es una pandemia, porque, además de estar acelerada por la ineficiencia de los gobiernos, la dinámica de bloques parlamentarios y la creciente dejación de competencias con la que se combate la irrupción de los jueces en el control del poder Ejecutivo, hemos llegado a la acertada conclusión de que, mientras cualquier decisión es susceptible de ser transformada en una imputación -interminable, atrabiliaria e imprevisible-, la omisión, la ineficiencia y los lavados de manos no solo quedan impunes, sino que se convierten en el fundamento más seguro de largas y apoltronadas carreras políticas.

La producción en serie de conceptos tan lábiles como los delitos de odio, la sobreprotección penal del género, la conversión en norma positiva de muchos y muy discutibles dogmas del lenguaje correcto, la manoseada preeminencia del proceso penal sobre las más especializadas y menos invasivas jurisdicciones civil y contencioso-administrativa, y el creciente gusto de los jueces por gobernar -o salvar- el país, y por actuar como árbitros inapelables en los conflictos políticos, termina en episodios tan chuscos como la fijación de las elecciones catalanas, la apertura de la hostelería vasca, los controles caprichosos y variables sobre la gestión de Ayuso, o el cese por órgano incompetente del expresidente Torra -que el TSJC convirtió por arte de magia en delito de desobediencia-; pruebas de una situación que clama al cielo de la democracia en un desierto de incompetencia, desidia y protagonismo enfermizo.

En este momento dirigen la lucha contra el covid-19 los que no asumen ninguna responsabilidad en los costes y resultados de sus errores. Las libertades de opinión y expresión están al albur de parvadas jurídico-metafísicas que se expresan en leyes ideologizadas -que los jueces interpretan a voleo-, y en una autoritaria desactivación de los controles culturales y morales que la sociedad debe manejar de acuerdo con sus procesos de cambio. Pero nada de esto se podrá resolver mientras los españoles recitemos una lista de sabios y legisladores que, empezando por Hammurabi, Solón y Salomón, pasando por Teodosio, Justiniano, Carlomagno y Alfonso X el Sabio, y terminando en Napoleón, Jefferson y Montero Ríos -toque local-, nos hace aterrizar ahora en Pablo Iglesias e Irene Montero. Porque la historia se hace así, y no siempre termina bien.