El arte conceptual y la cocina de diseño

Juan María García Otero AL DÍA

OPINIÓN

SANDRA ALONSO

14 dic 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

De la penuria y la escasez ha emanado siempre lo mejor de la buena cocina. Hoy España no es un país con hambre, somos un país que juega con la comida, un país que enreda, diseña y experimenta con los alimentos y hasta diría que crea arte conceptual a partir de los mismos.

A lo largo de la historia siempre han existido vanguardistas e iconoclastas capaces de transgredir la regla o el precepto establecido; en definitiva, el canon. Fue en el siglo XVlll cuando la palabra libertad postergo al olvido algunas normas al uso, pero a principios del XX George Braque y Pablo Picasso popularizaron el collage y Marcel Duchamp convirtió un urinario en ¿arte? por el simple hecho de estampar en el su firma, creando una fuente decorativa (La Fomtain) y abriendo así la puerta a todo un tropel de artistas que nos inundaron con todo tipo de ismos, la gran mayoría con más voluntad que arte. En definitiva, se sustituyó el canón por el futuro: el proyecto.

Algo parecido ocurre con la cocina de diseño, donde la filosofía de la deconstrucción y la química aplicada sin tasa ni rubor llevan a utilizar todo tipo de diseños, utensilios y máquinas, a la vez que ingredientes, más propios de laboratorios de experimentación que de unos fogones al uso.

¡Ay de los actuales deconstructores de tortillas y otras gollerías de la cocina de diseño si Jacques Derrida levantara la cabeza! ¿Qué diría el padre del movimiento filosófico conocido como deconstrucción si escuchara de boca de Ferrán Adrià que tal concepto ya esta sobrepasado? Hace ya algún tiempo que el gran Adrià manifestó que ahora se cocina «la comida para beber y la bebida para comer». Los defensores de la cocina probeta dicen que la innovación y la ruptura son las señas de identidad de esta tendencia o movimiento. ¿Les va sonando? ¿Acaso no ocurrió igual con el viejo arte del canón? Y entonces uno se pregunta: ¿en dónde dejamos las raíces culinarias que poseemos, en dónde situamos nuestro verdadero patrimonio, nuestro ADN gastronómico? ¿Quizá no somos lo que comemos y lo que bebemos?

Nada tengo en contra de las actuales tendencias de los fogones. Pienso que el que pueda permitirse pagar por un menú degustación 250 o 300 euros a cambio de paladear sabores conceptuales concentrados en geles, perlas, espumas y demás gollerías, que lo haga con total libertad, y por supuesto presuma de ello. Me embarga la duda de cómo casarán los vinos con estos platos, pero la libertad ante todo. De igual forma, entenderé a todo aquel que se meta entre pecho y espalda unas alubias con perdiz o con almejas, una lamprea a la bordelesa y con picatostes, o por qué no, un cordero al chilindrón.

Estos fogones de probeta son una increíble fuente de noticias, de adinerados turistas en pos de las estrellas mediáticas de la cocina, también de nuevas oportunidades de negocio, de sinergias, riquezas y, si me apuran, diría también con la boca pequeña que de cultura. Lo que pienso es que debería existir un límite; no se asusten, no quiero prohibir nada. Me refiero a un límite ético y estético, en el que determinados productos no debieran pasar por la vergüenza de ese maquillaje, que estos fogones de experimentación practican. ¿Se imaginan ustedes unos percebes del Roncudo glaseados sobre caramelo de aceite de oliva con trazas de glucosa y pistacho, marinados sobre hojas de enebro? ¿O un pulpo de Camariñas o de Corme con espuma de zanahoria sobre base de caviar de melón y mousse de jengibre? Yo no. Por desgracia, con la que está cayendo muchos de estos establecimientos desaparecerán y, con ellos, los sueños y las esperanzas de muchos emprendedores.