Mi amigo puede ser usted

Santiago Rey Fernández-Latorre

OPINIÓN

Pinto & Chinto

05 ene 2021 . Actualizado a las 18:40 h.

Tubos, dolor, soledad, angustia. De todos los testimonios que he conocido sobre la pandemia, ninguno me ha impresionado tanto como el que me relata mi amigo. Entrecortado, sin fuerzas y sin voz, pero muy lúcido, a sus 82 años me ha puesto delante de la peor experiencia de vida que podía imaginar. Y he caído en la cuenta de lo lejos que estamos de entender en toda su dimensión la tragedia. No son números, ni retóricas, ni grandilocuencias de telediario. Lo que está pasando tiene el nombre del sufrimiento. Y muchas veces, el apellido de la indignidad.

Si me acompañan en este desolador viaje, les costará aceptar, como a mí, que el paso de la salud a la enfermedad signifique ahora semejante bajada a los infiernos. No es solo la debilidad que causa el virus en nuestro cuerpo; no es solo el dolor que trae consigo la infección. Es la pérdida de todo lo que nos hace tener esperanza.

Mi amigo no sabe cómo se contagió. Cumplía las normas para evitarlo. Dejó de estrechar manos y de acercarse a las personas con las que hablaba. Dejó de frecuentar los lugares públicos y acató el uso permanente de la mascarilla. Pero, de pronto, se sintió sin fuerzas, con algo de fiebre y una creciente dificultad para respirar. Ahí empezó su calvario. Y pidió ayuda.

De las horas previas al ingreso en la planta hospitalaria no guarda mal recuerdo, salvo por el agotamiento que sufría y por la confusión que percibía alrededor. Pero desde que llegó el aislamiento sintió lo peor: había dejado de contar como persona.

No fue por el trato excelente que le dispensaron quienes le atendieron con toda diligencia desde el primer momento, aunque no podía verles más que los ojos, resguardados por las pantallas protectoras. Convertidos en seres irreales envueltos como buzos en trajes burbuja, apenas podía entenderles cuando le hablaban para moverlo, pincharlo o colocarle aparatos para que pudiera respirar.

Él se sentía completamente aislado, aunque sabía que una planta más arriba, en la uci, tenía muy cerca a infectados en situación más grave. Las entradas y salidas de médicos y sanitarios eran continuas, con una sobrecarga emocional imposible de ocultar ante tanto sufrimiento. Tutean el horror como en una guerra.

Salvo por esa intermitente asistencia, mi amigo no podía estar más solo. Sin familiares, sin visitas, sin una voz reconocible, sin un minuto de afecto o compañía. Sin esperanza. Intuyendo cómo otros fallecían cerca, sin haber visto a nadie próximo en los últimos días de su vida. Solos hasta el último momento.

Mi amigo no entiende que no haya una clara consciencia de lo que está pasando. Se vive en el hospital a cada instante, pero no se percibe en la calle. Porque él oye hablar a los sanitarios sobre lo que ocurre fuera y se asombra con ellos de que puedan contener la indignación. Lo que ven y escuchan provoca la náusea.

El personal sanitario, que trabaja contra la enfermedad y la muerte, no comprende que haya personas que ponen en peligro su salud y la de los demás con comportamientos aberrantes. Mucho menos, que otros, en su insolidaridad, no renuncien a celebraciones, reuniones clandestinas, puentes, fiestas, botellones.

Sobre todos los incumplidores, mi amigo y todos los que ve luchando en primera fila, señalan a los políticos. Les recriminan que hayan abandonado la sanidad a su mala suerte y se pierdan en enfrentamientos inútiles, mientras los enfermos de ahora y los que les seguirán son despojados del respeto que les debemos. Solo cuentan como números en una estadística, que, encima, carece de todo rigor.

Mi amigo se pregunta: ¿cómo pueden los políticos perder el tiempo en discutir qué es un allegado? ¿Cómo puede ser la gran preocupación organizar la Navidad en grupos de diez sabiendo que tras ella va a llegar otra ola de infecciones?

Quien me relata su experiencia y me hace sentir su sufrimiento está aturdido. Cree que los responsables de la acción pública se han destacado en imponer prohibiciones, estados de alarma, toques de queda y cierres forzosos, pero no han entrado a combatir el mal en su terreno. Es como poner vendas en la retaguardia.

Porque la sanidad, que está sin descanso embarrada en la trinchera, no tiene refuerzos para ganar la batalla, y la saturación solo contribuye a deshumanizarla. Viendo las condiciones en que se esfuerzan los sanitarios, mi amigo no entiende que el debate de los Presupuestos no se haya centrado en la salud pública, y haya derivado en una recolección de votos para que el Gobierno se mantenga en el poder.

¿Cómo explicarle a mi amigo que mientras él sufre su enfermedad, su miedo y su desamparo los que lo representan se dedican a la refriega partidista? ¿Cómo va a entender que no haya una alianza de Gobierno y oposición para luchar contra la pandemia? ¿Distingue el covid a los enfermos por su color político? No.

Y sin embargo, todo lo que escucha solo sirve para aumentar su angustia. Lo que aquí se decide, allá se boicotea; lo que en este lugar se prohíbe, al lado se permite; lo que en un punto se abre, en otro se cierra.

Las consecuencias las está pagando mi amigo y también toda la sociedad. Los enfermos presentes y futuros, todos cuantos sufren las demoledoras consecuencias de la pandemia. Él sabe de compañeros que han tenido que cerrar su negocio, de otros que aún esperan que se les abone el ERTE, de las insolvencias que arrastran a unos y otros en cadena. Sabe que nadie, ni joven ni abuelo, saldrá indemne de esta crisis social.

¿Podrá mi amigo perdonar a quienes han convertido la política en un río revuelto, en el que aprovechan para sacar ventaja los que dividen a los españoles y se declaran contrarios al proyecto común? Difícilmente podrá perdonar cuando nadie rectifica. Solo ve por todas partes sinsentidos: crecen los favores al independentismo con promesas de indultos inadmisibles, se claudica ante los conniventes con el terrorismo, se cambian las leyes para contentar a los extremistas. Rozando como rozan responsabilidades penales, no tienen perdón.

¿Qué puede esperar mi amigo enfermo? ¿Son él y cuantos están como él la verdadera prioridad en la política de Estado? Si fuese así, habría visto la sanidad fortalecida; las medidas de protección, consensuadas, y los daños económicos, reparados. Pero nada de eso ha ocurrido. Ni siquiera han contado bien a nuestros muertos.

Nadie puede mirar para otro lado. Nadie puede pensar que no le afecta. Mi amigo puede ser usted. O puedo ser yo.