La defensa de la democracia

OPINIÓN

R.Rubio.POOL

03 dic 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Entre los análisis que se hicieron sobre el fracaso de la Constitución de Weimar, en cuyo marco se produjo el asalto de los nazis al poder, han prevalecido las teorías que vinculan la debilidad de la democracia con la crisis económica de 1929, y con la indignación popular que generó la miseria. Los politólogos Almond y Verba ya intuyeron en 1963 que esa causalidad no es suficiente, y que ningún sistema se derrumba si no se dan una o las dos premisas que pueden transformar la indignación por el mal gobierno en una querencia autoritaria: que la constitución no haya previsto los mecanismos de defensa de la democracia y deje el sistema a merced de los extremistas; o que haya una gran incoherencia entre el modelo de autoridad que inspiró el sistema y el que adquiere la sociedad en el proceso de socialización.

A partir de ahí, fue el politólogo Harry Eckstein quien desarrolló una teoría culturalista del cambio, hasta vincular el fracaso de Weimar con la desafección de un electorado que consideraba la autoridad -política, familiar, religiosa, fabril, universitaria o artística- como base esencial de su eficacia, su riqueza y su poder. Por eso, sumidos en el marasmo de los años 30, llamaron al diablo, y el diablo compareció.

El principio de autoridad congruente, que es clave en la explicación de Eckstein, pregona la necesidad de fortalecer la democracia mediante un vínculo coherente entre la autoridad social y la sistémica, que en las democracias se define por consenso. Pero, maquinando en sentido contrario, también se puede utilizar el mismo principio, o su ruptura, para debilitar el sistema, ya que los efectos de una fragmentación estratégica del consenso cultural y de las interpretaciones de la autoridad pueden ser equiparables, advierte Eckstein, a una revolución. En España hemos iniciado ese camino, al impulsar un concepto de autoridad eximido del deber de defender el sistema y la unidad del Estado, y al situar la Constitución por encima del país que la elaboró y proclamó.

En nuestra actual interpretación de España, una constitución puede aniquilar el país, cambiar su historia y repartir la herencia, y por eso las minorías separatistas campan por sus respetos. Porque hemos privado a las autoridades del deber de defender la unidad del país, y hemos convertido la Transición en un enjuague del capitalismo y las élites tradicionales para darle continuidad a un fantasmal franquismo subyacente. Y, mientras aquellos a los que España les importa un bledo discursean a caño abierto, los demás estamos obligados a medir nuestras palabras hasta el borde de la irracionalidad.

España está lejos de derrumbarse. Y su política -complicada, cutre y rastrera- aún no siente la tentación autoritaria. Pero la idea de defender la democracia y la unidad del país se tiene por reaccionaria, mientras la apuesta por la dilución o el derribo es marchamo de progresismo igualitario y solidario. Por eso, como diría un médico, aún no estamos graves, pero es mejor que empecemos a cuidarnos.