Mi aportación al lenguaje correcto

OPINIÓN

ANGEL DIAZ

30 nov 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Partiendo de que «algo debe de tener el agua cuando la bendicen», asumo también que algo debe de tener el lenguaje correcto, y su inquisitorial imposición, cuando, a pesar de su estupidez intrínseca, se implanta en todo el mundo, alcanza a todos los niveles de pensamiento y formación, fulmina las normas y consejos de las academias de la lengua, y obliga a revisar el proceso civilizatorio. Por eso, con la desesperada intención de no quedar atrás, voy a contarles una historia inconclusa que empezó -de broma y de veras- en el 2015. 

Mi amigo Silvino era ginecólogo, muy conservador, y con exitosa clínica privada en una ciudad manchega. Hasta que, a finales del 2015, debido a una metanoia cuya etiología desconozco, se hizo votante de Podemos. Y, tras asumir como propias expresiones como la gente, la casta, el ciudadano Borbón y la nación de naciones, empezó a sospechar que el término ginecólogo, que identificaba su especialidad clínica, tenía sutiles -aunque no científicos- resabios machistas, al atribuir a la mujer un papel desigual en la reproducción, cuidado, educación y casamiento de la prole humana. Por eso, invocó mi profesión de politólogo y licenciado en letras para pedirme un dictamen que le liberase de sus miedos.

Para mí, era un problema artificial. Pero, solo por ayudar, y después de releer a Nebrija, Juan Valdés, Santa Teresa y Cervantes, le aconsejé cerrar la clínica durante tres años, volver al hospital universitario para especializarse en urología, y sustituir la caduca terminología de su placa (ginecólogo) por esta correcta perífrasis: «especialista en aparatos optativamente reproductores o meramente sexuales -de origen natural o voluntariamente rediseñados- de la persona humana». Y esa era la placa que fuimos a inaugurar hace diez días, que, al parecer, le curó de diversos traumas y tabúes.

Aprovechando el viaje, también hice una inspección ocular a las habitaciones de sus niños, sobre las que la madre -ingeniera de minas y CEO de un grupo multinacional-, que solo vive en casa los fines de semana, me había consultado. Porque su suegra, me dijo, les había colocado los consabidos letreritos -«aquí duerme un futuro emprendedor» y «aquí duerme una futura princesa»- que, a ella -activa feminista- no la dejaban dormir. Después de pensarlo mucho, y de recordar -con Heródoto, Vico y Toynbee- el carácter cíclico de la Historia, le aconsejé, como apéndice del dictamen anterior, que cambiase las frasecitas de su suegra por «aquí duerme una futura Regenta» y «aquí duerme un futuro Fermín de Pas». A ella, científica cuadriculada, que cree que el progreso suele traer lo mejor, le sorprendió que hubiese encontrado tal igualdad de hombres y mujeres (dos reprimidos igual de frustrados) en una novela del siglo XIX. Aunque lo que más agradeció fue mi consejo de escribir debajo de cada identificador un principio político -«tanto monta, monta tanto»- rescatado del imperial siglo XV. Porque nunca había imaginado que la fiebre igualadora se instaló en España hacia 1469.