
Cuando hace menos de dos meses publiqué un artículo editorial en el que me declaraba harto de la política partidista, y pedía un cambio urgente de rumbo, solo tuve una satisfacción. La de apreciar que innumerables personas de muy distinto pensamiento coincidían conmigo. Todos, pese a sus diferencias de procedencia, de condición o de arraigo ideológico, expresaban la misma sensación e idénticas preocupaciones ante los problemas que vive la sociedad española. Hoy inicio este texto sin poder darles buenas noticias.
La triple amenaza que entonces citaba sigue ahí. Continúa, e incluso se agrava, la tragedia social que ha traído la crisis sanitaria. Se incrementa a pasos agigantados el daño a la economía de todos y a la de cada uno, y muy especialmente a la de cuantos han tenido que cerrar la puerta o bajar la persiana. Y, mientras, cualquier atisbo de esperanza en la respuesta eficaz que deben dar los poderes públicos se diluye. El resultado, a día de hoy, no puede ser más frustrante.
Lo es porque todo lo que se aprendió a marchas forzadas durante la primera ola de la pandemia apenas nos ha permitido encarar en mejor posición la segunda. La sanidad, saturada desde la atención primaria, afronta solo con el valor, el estrés y el agotamiento de sus profesionales la falta de recursos, de medios y de personal. La población, colaboradora hasta el extremo, acepta sin queja toques de queda, confinamientos perimetrales, clausura de los espacios públicos, prohibición de relacionarse. Y pese a todo ese esfuerzo y a toda esa renuncia, los dirigentes políticos aparecen ante las cámaras con más empeño en ganar la batalla electoral que la de la pandemia.
Es también frustrante porque para muchas empresas, para muchos autónomos, para muchas personas, la palabra ruina está pasando de constituir una amenaza a ser una realidad palpable. Comerciantes, hosteleros, proveedores. Sectores y gremios enteros, desde el primario a los servicios, desde el cocinero al músico, se están viendo incapaces de sobrevivir a dos cierres que les hacen reducir a cero los ingresos y multiplicar por dos o más las deudas. Es cierto que escuchan todos los días promesas de ayuda, de subvenciones y de créditos blandos. Escuchan, pero no ven. La propia Administración se ha colapsado, y la burocracia, bloqueada, no tiene músculo para traducir en hechos lo que se publica en el BOE y en el DOG.
No hay músculo porque también falla el cerebro. Son los que firman en los diarios oficiales quienes tienen la obligación de hacer normal lo que, al parecer, es oficial. En lugar de especular día tras día con más miles de millones que habitantes tiene España, lo único responsable y obligado sería establecer los cauces para que las prometidas compensaciones fuesen justas y llegasen a tiempo. Es decir: ahora.
Pero ahora —y esta es la tercera frustración— las urgencias son otras. Las que marca la batalla política. Por si no fuese suficiente con las tensiones lógicas en toda democracia entre Ejecutivo y oposición parlamentaria, todo el país está a merced de una confrontación inusitada: la que se libra dentro del propio Gobierno. Ver cómo se mina desde dentro la autoridad del presidente por su vicepresidente lleva a la zozobra a los ciudadanos. Porque saben muy bien cuál es el camino que se recorre con la deslealtad: convertirnos en víctimas de una coalición podrida.
Lo saben también los ministros que han pasado de enfrentarse y lamentarse a puerta cerrada a exponer públicamente su desacuerdo con quien «crea conflictos por buscar visibilidad», interfiere en la política exterior hasta poner en entredicho la posición de España, enmienda los Presupuestos que firma y quiere callar a los medios independientes.
Si el presidente del Gobierno dijo hace poco más de un año que con semejante compañía en el poder no dormiría por la noche, ahora quienes no pueden conciliar el sueño sin sobresaltos son todos los españoles que aprecian el entendimiento, la moderación y el consenso, puesto que no los encuentran ni en el primer órgano colegiado del país, como es el Consejo de Ministros.
Sí encuentran más motivos de preocupación. Porque el acopio de votos para intentar sacar adelante los necesarios Presupuestos del Estado ha traído consigo la asunción de posiciones y compromisos difícilmente compatibles con la Constitución. Han negociado su voto, y han obtenido compensaciones por ello, quienes no tienen rubor en reconocer que su finalidad es apartarse de España. ¿Puede un país buscar la estabilidad en los que quieren destruirlo?
Pero, por si esto no supusiese ya cruzar una insalvable línea roja, más difícil de aceptar para el espíritu democrático es tener que aliarse con quienes tienen sobre sus conciencias a todas las víctimas de ETA. No solo no se han arrepentido de las atrocidades del terrorismo, sino que se jactan de querer aniquilar la democracia que hemos construido. Lo han dicho, lo sostienen y no ha pasado nada. Como siempre.
¿Cuántos ciudadanos pueden considerar en este caso que todos los votos son iguales? Ha habido que argumentarlo por carta a los militantes de un partido de 141 años, esencial en la democracia española, pero hasta en sus propias filas tal enunciado está muy lejos de ser compartido. En política, como en la vida, no todo vale.
Tampoco vale el papel que está desempeñando la oposición. En un momento crítico para todos los españoles, prefiere mantenerse en la inacción y la falta de compromiso con el país, a la espera de sacar réditos electorales. Su cuestionado líder ha pasado de una encomiable intervención en la última moción de censura a sentarse a esperar, confiando en beneficiarse del cuanto peor, mejor.
Queda claro que ni en estos momentos tan duros han conseguido los políticos superar su querencia por el juego electoral. Puede ser legítimo, pero no coincide con lo que el país está esperando.
Porque a los dramáticos problemas de la crisis sanitaria y la debacle económica se unen otros que ya teníamos. Son especialmente preocupantes en Galicia y en todo el noroeste, que se desangra mientras gran parte de las inversiones y la innovación se van con estos Presupuestos a la otra orilla del mapa. La oportunidad de reequilibrar el país con los fondos que llegarán de Europa —si llegan— solo será posible si en lugar del favoritismo territorial se imponen, por una vez, el sentido social y los criterios objetivos.
La misma receta de objetividad hace falta en Galicia, donde proyectos que deberían estar en marcha o terminados hace años —desde hospitales a vías de comunicación— se demoran trámite a trámite mientras se riegan con millones entidades superfluas. También aquí los enfrentamientos partidistas entre administraciones socavan el derecho de los gallegos a competir en pie de igualdad entre sí y con el resto de comunidades autónomas.
No es preciso extenderse en ejemplos. Los tres aeropuertos languidecen mientras a pocos kilómetros de la frontera crecen los servicios y los enlaces. Grandes industrias echan el cierre y dejan sin aire a comarcas enteras, sin nada que las sustituya en la creación de empleo. Toda una potencia pesquera y marítima es empujada poco a poco hacia la irrelevancia, en lugar de fortalecer su desarrollo. Las ciudades son hostiles a sus habitantes. Vivir en el campo se convierte en una heroicidad. No es esta la Galicia del siglo XXI. Ni la complacencia de las mayorías absolutas, sea en el Parlamento o en cualquier ayuntamiento, ni las deslealtades institucionales por diferencias partidistas sirven jamás como impulsores del desarrollo.
Si hace casi dos meses me declaraba harto —y conmigo, tantos ciudadanos—, en este final del 2020 se hace imperativo exigir un cambio. Reaccionar contra la frustración.
Para que los ciudadanos puedan superarla, todavía queda mucho camino. Es preciso combatir el virus con recursos, y no con discursos. Revitalizar los sectores económicos que hoy se están hundiendo. Salvar al Gobierno de sus enemigos interiores. Devolver la política a la lealtad y a la Constitución. Hacer oposición responsable y arrinconar el populismo. Equilibrar el desarrollo económico de España. Instaurar la cooperación entre instituciones. Invertir en el futuro de Galicia.
Estos son los deberes. Cada uno que se soslaye será un paso más hacia la tragedia del país. No acepto ese destino. Basta.