España: no hay bien que cien años dure

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

Mariscal | Efe

20 nov 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Tras una Transición ejemplar, que solo denigran quienes siguen sin entender lo que nos jugábamos en ella, los españoles construimos un sistema democrático que, a gran distancia del único que lo había precedido -el de la Segunda República- fue mejor que aquel en todos los sentidos: más participativo, pacífico y estable y muchísimo más limpio. De hecho, la de 1978 acabaría por ser, cabalmente, nuestra primera democracia, es decir, la primera en la que los electores pudieron expresar sus preferencias con plena igualdad y entera libertad.

El sentido de la responsabilidad colectiva, social e institucional que presidió todo el proceso que condujo de la dictadura a una democracia europea se tradujo, entre otras cosas, en la construcción de un sistema de partidos que dio a España de 1977 al 2015 los mejores años de su historia contemporánea: la extraordinaria modernización política, económica y social y la plena integración de nuestro país en la comunidad internacional no hubieran sido posibles si ese sistema de partidos, que facilitó grandes consensos nacionales, comenzando por el de la Constitución, la única de todas las españolas que fue, al aprobarse, de la inmensa mayoría del país.

Pero, como en España no hay bien que cien años dure, tal proceso ascendente, sostenido durante casi cuatro décadas, acabaría por quebrarse. ¿Cuándo? La pregunta no es tan difícil de responder como la que se hacía a sí mismo uno de los personajes de Vargas Llosa en esa novela inmensa que es Conversación en la Catedral («¿En que momento se había jodido el Perú?»), porque España se jodió en las generales del 2015, que culminaron la destrucción de nuestro sistema de partidos, comenzada ya el año anterior, en los comicios europeos.

Y así, un bipartidismo imperfecto en el que las dos grandes fuerzas competían por el centro y tendían a la moderación, lo que había de dar lugar a una de las democracias más estables de nuestro continente, se convirtió en un sistema pluripartidista, donde el PP y el PSOE, achicados por la extrema derecha (por Vox) y la extrema izquierda (por Podemos) han acabado radicalizándose (es cierto que en el caso del PSOE esa deriva había comenzado ya con Zapatero) y compitiendo por los extremos, en medio del caos que se produce cuando las mayorías absolutas, sin las que no pueden gobernarse los sistemas parlamentarios, son el fruto de acuerdos (y desacuerdos) entre seis, siete u ocho partidos, como ahora ocurre con el Gobierno socialista. Y todo ello adobado, claro, con una radicalización secesionista de los partidos nacionalistas, que tienen al Ejecutivo literalmente cogido del pescuezo.

Los graves errores cometidos por los grandes partidos (entre ellos, no haber establecido controles efectivos contra la corrupción) han estado en el origen de este cambio sideral, que ha llevado a muchos electores a la errada convicción de que cuanta menos estabilidad, más democracia. Una falsa presunción que estamos pagando a un precio altísimo: el del absoluto desgobierno.