Pandemias griegas, pandemia moderna

Jaime González Ocaña FIRMA INVITADA

OPINIÓN

09 nov 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Le debemos a los griegos las primeras descripciones literarias de una pandemia en nuestra cultura occidental. La primera, por supuesto, es la narrativa de la plaga de Apolo en las primeras cien líneas de la Ilíada. Apolo desciende «como la noche»: sus flechas infectadas diezman las tropas griegas, en respuesta al sacrilegio contra su sacerdote Crises. La descripción es breve, pero dramática. 

Hasta que al décimo día Aquiles decide que ya está bien y convoca la asamblea de los aqueos. La lección de Aquiles está ahí, para el lector moderno que quiera verla: transparencia y capacidad de actuar, le pide a su líder entre la quema de cadáveres.

La segunda aparece en el segundo libro de la Historia de la guerra del Peloponeso. El historiador Tucídides describe la llegada de la plaga a una Atenas cercada por Esparta en mayo del 430 a. C., al final del primer año de la guerra. La actualidad y urgencia de la descripción es sorprendente.

Al principio, los atenienses piensan que es un acto de guerra, un sabotaje militar: los espartanos han envenenado los pozos de agua. En EE.UU. se sugirió que el virus del covid-19 era un arma química contra Occidente manufacturada en un laboratorio chino.

Los primeros en morir, nos dice Tucídides, son los médicos, diezmados rápidamente. Nuestros médicos, enfermeras y personal sanitario llevan meses en primera línea de batalla, se contagian más que la media, trabajan horas infinitas y sufren problemas de estrés.

Los atenienses acusan a los foráneos que han venido a refugiarse dentro de los muros de haber traído la plaga. Xenofobia y cierre de fronteras han sido reacciones comunes en diversos países occidentales.

Las normas sociales comienzan a resquebrajarse: los vecinos se evitan los unos a los otros; las familias no dan abasto cuidando de sus enfermos; muchos terminan por morir solos, sin nadie que los cuide. Los núcleos de contagios y muertos en las residencias de ancianos quizás sea la instantánea más triste y desoladora de esta pandemia.

Hay desorden, hostilidad y altercados entre la población de Atenas. Vemos desasosiego y violencia en las calles de nuestras ciudades; grupos paramilitares proliferando como setas en EE.UU.

Al final, hasta los ritos funerarios se ven alterados; los ciudadanos desesperados «tiran a sus muertos a las piras de otros». Fotos de convoyes militares transportando féretros en Italia, de camiones frigoríficos con muertos en Nueva York; decesos y entierros sin la presencia de familiares por todo el mundo.

Sobrevivió Atenas, como sobrevivirá nuestra sociedad. Pero en tiempos de crisis extrema, el orden civilizador es frágil. La plaga, en combinación con el propio ser humano, pone en jaque los cimientos éticos y sociales de nuestras comunidades. Como dice de manera certera un personaje de La peste de Albert Camus: «Lo que es natural es el microbio. El resto -la salud, la integridad, la pureza, si se quiere- es el resultado de la voluntad, y de una voluntad que nunca debe detenerse».