Trump, a vueltas con Irán

Yashmina Shawki
Yashmina Shawki CUARTO CRECIENTE

OPINIÓN

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25 sep 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Durante años ocuparon las portadas de los periódicos internacionales y de las revistas del corazón. El esplendor, el lujo asiático y la sofisticación que emanaban de sus imágenes nos hacían soñar con un oriente exótico y abundante en riquezas materiales. El shah de Persia y su familia eran el epítome de la felicidad en un país supuestamente rico y moderno. Pero la realidad era que solo una minoría privilegiada tenía acceso a las comodidades, mientras la mayoría vivía sumida en la pobreza y en la represión. En un país de profundas raíces religiosas, la voz crítica de un clérigo carismático como Jomeini se hizo oír con fuerza, tanta que fue obligado a exiliarse a Irak en 1964. Su mensaje continuó expandiéndose hasta erigirse en una irritante amenaza no solo para el shah sino para el Gobierno socialista y laico de Irak. Así que el incómodo exiliado fue de nuevo invitado a marcharse en 1978. Acogido en Francia, redobló sus actividades incentivando el levantamiento de la población contra el shah. Y tuvo éxito. Consciente de su debilidad y de que no sería capaz de hacer frente a las protestas, el shah decidió exiliarse, lo que propició el regreso de Jomeini a Irán en 1979. Así daba comienzo la Revolución Islámica y la enemistad con EE.UU., país que nunca aceptó perder su influencia, menos aún que los revolucionarios hubieran osado asediar su embajada durante meses. De ahí que, a pesar de las reticencias iniciales, al final apoyaran a Sadam Huseín en su guerra contra Irán.

Finalizado el conflicto bélico se retomó el diplomático. Aún aislado política y económicamente, Irán ha demostrado durante cuatro décadas una resiliencia a prueba de todo tipo de penurias. Y no solo eso, ha dedicado muchos recursos para extender su influencia en la región: Hezbolá en el Líbano, Hamás en Palestina, Bachar al Asad en Siria, el Gobierno chií en Irak, las revueltas chiíes en Baréin, etcétera. Con el descontento de la población controlado a sangre y fuego, la dictadura teocrática afronta la enésima amenaza electoral de Trump como la rabieta de un niño, porque la amenaza a su supervivencia late en su interior, no en el exterior.