Cambien de rumbo

Santiago Rey Fernández-Latorre

OPINIÓN

Pinto & Chinto

22 jun 2020 . Actualizado a las 14:26 h.

Exactamente cien días después de que estallase la crisis que ha cambiado en una parte sustancial nuestras vidas, y ha provocado inesperadamente decenas de miles de muertes, hoy se nos precipita el futuro. Todavía sentimos los embates del huracán y está muy lejos de ser pasado. Pero, superado el estado de alarma, los ciudadanos no tienen tiempo para quedarse ensimismados. Sufren heridas, recuentan daños, exigen responsabilidades. Y saben que si no se cambia de rumbo, el precio que sin remedio van a pagar será insoportable.

Todo el tejido social se ha resentido. Nadie puede decir que salga indemne. Desde los millares de familias que han perdido a sus seres queridos sin siquiera poder reconfortarlos o despedirlos, hasta los que están siendo arrastrados por el desastre económico que hunde empresas, cierra negocios y destruye puestos de trabajo.

Los españoles han dado una lección ejemplar con la cesión temporal de derechos esenciales a los que no pueden renunciar, porque son la clave de bóveda de la civilización y la democracia. Pero los políticos, y especialmente los populistas, en lugar de agradecerlo y reconocer su excepcionalidad, empiezan a mostrar una preocupante tendencia a considerar normal su limitación, con la que tan cómodos se sienten.

Con ser rechazables la invasión de la esfera privada y la restricción del espacio público, que pueden ser entendidos para preservar la salud de la comunidad, mucho más lo es el sentido autoritario que se ha instalado en la vida pública. En un momento tan complicado para la sociedad, asistir a la deriva que impulsan algunos miembros del Gobierno y ver en qué emplean su tiempo causa indignación.

Ataques directos a instituciones que han sido modelo en esta crisis, menosprecios a la monarquía desde despachos ministeriales, e incluso improvisación, ausencia de medios y dejación de funciones que en ningún momento podrían ser aceptadas, pero mucho menos en una situación de emergencia social como la que vivimos.

Basta seguir unos minutos cualquiera de los debates parlamentarios para comprender la magnitud de la brecha insalvable que se ha creado entre las preocupaciones ciudadanas y las irresponsables luchas partidistas de todos los diputados sin excepción. Basta ver la falta de la más elemental ética en el juego político, que, por un puñado de votos, permite pactar hasta con quienes se declaran radicalmente enemigos de España y de la ley. Basta observar las tensiones irreconciliables dentro del propio Ejecutivo, que hace rectificar por la noche lo que se anunció por la tarde. Y basta ver a la desorientada oposición, que más parece hecha por aprendices que por aspirantes a gobernar el país, porque no han sabido estar a la altura en estos cien días cruciales para los españoles.

No es esta política la que nos merecemos. Porque mientras la refriega se enquista y trasluce un ruido ensordecedor, 47 millones de personas afrontan la vida real sumidas en graves problemas que afectan a su salud y a su subsistencia. Autónomos que tienen su negocio a pie de calle se quedan sin capacidad de resistir, sectores de primera importancia como el turismo se desploman, y otros estratégicos como en la industria anuncian cierres o despidos masivos.

¿Se puede gastar el tiempo en una política de tan baja calidad? ¿Habrá que dedicar todavía un solo minuto más a las ensoñaciones de los independentistas catalanes inexplicablemente consentidas? ¿Tendremos que seguir considerando una utopía el consenso de las grandes fuerzas políticas que vertebran el país? ¿O nunca llegará el momento de que el interés del Estado sea una realidad en lugar de una frase vacía que usan todos y nadie practica?

Ni España ni Galicia pueden permitirse esta situación. Por eso es necesario cambiar el rumbo y dirigirlo hacia las necesidades de los ciudadanos. Pero no desde las pantallas de plasma, que ya han sido usadas hasta la saciedad, sino desde las políticas reales, como están reclamando empresarios y agentes sociales.

En Galicia, ya inmersa en el proceso electoral -pueden tenerlo en cuenta los candidatos-, es imprescindible reforzar los pilares del estado de bienestar, comenzando por la faceta asistencial, y al mismo tiempo desarrollar a mayor velocidad el sector productivo, que es el motor de toda sociedad moderna. Porque el tiempo corre en nuestra contra y cada día es mayor el riesgo de quedar convertidos en una colonia de la globalización, en un territorio subvencionado.

Si eso ocurre, será por falta de iniciativa, no de materia prima. Porque el país tiene capacidad en todos sus sectores esenciales. Desde la agricultura y la pesca -más amenazadas que nunca por malas políticas de precios y recortes- hasta la energía, el agua, el turismo, la madera, la conserva, la moda y la industria tecnológica. Es suficiente constatar que el país de los mil ríos no tiene truchas ni salmones para comprender cuánto queda todavía por hacer. En políticas públicas y en la iniciativa privada. El orgullo de contar con la primera multinacional del sector textil debería ser el mejor acicate para emprender decididos liderazgos en los ámbitos que constituyen las fortalezas del país.

El desafío al que se enfrenta nuestra tierra es tal que será imposible acometerlo con éxito si tras el veredicto de las urnas no se cuenta con un gran pacto por Galicia, gane quien gane las próximas elecciones.

En España también está claro el rumbo que hay que tomar. En primer lugar, reconstruir todo el entramado económico que se ha destruido en tres meses de confinamiento. Hacen falta disposiciones y ayudas reales que permitan no solo volver a la situación que tenía el país a principios de marzo -algo que parece casi imposible, como saben tantas empresas y autónomos-, sino que generen nuevas expectativas de innovación y crecimiento.

Y en segundo lugar, garantizar a la vez la atención a las peculiaridades de cada territorio y la igualdad de todos los ciudadanos. No es una contradicción: no precisa lo mismo La Rioja que Andalucía, pero todos sus ciudadanos deben ser iguales en la sanidad, en la educación y en todos los derechos inalienables.

Y en Europa, la oportunidad no puede estar más clara. En esta crisis social se juega su futuro. Cuando dentro de unos meses miremos hacia atrás, sabremos si ha sido integradora o se ha convertido en una entelequia. Si ha triunfado la solidaridad -que es la esencia del proyecto europeo- o si ha ganado el impulso contrario que propugnan algunos países del norte y también los populismos que gobiernan o condicionan a la Unión Europea.

Puesto que hemos cedido la soberanía monetaria, Europa debe salir al rescate. Al rescate de sí misma. Y, desde luego, cada Estado asumir el coste que le corresponda, como es preceptivo en una mutualidad. España pagará el suyo, pero no para empobrecerse, subir impuestos y bajar prestaciones, sino para superar el reto económico y social que nos ha traído la pandemia.

Galicia, España y Europa llevan cien días en crisis. Superarla y convertirla en oportunidad es el trabajo que empieza hoy. No es fácil. Lo que se ha estropeado en tres meses no se reparará en mucho tiempo. Pero no se logrará nunca sin consenso y sin centralidad, que es lo mismo que decir lejos de los extremos. Ni si quienes ejercen el poder y la oposición tienen otros objetivos, más mezquinos.

Porque ya todos sabemos que la recuperación será imposible si la crisis se gestiona como hasta ahora. No pueden defraudar más a los ciudadanos. Ya han cruzado todas las líneas rojas, ante la permisividad de las instituciones que son los pilares del Estado de derecho. Y si no cambian de rumbo, el horizonte está claro: es un precipicio. Conduce a la repetición de la historia más trágica de España.