Debate: ¿Quién debe gestionar el ingreso mínimo vital, la Administración central o las comunidades?

Los expertos coinciden en la importancia de esta medida contra la pobreza y la exclusión social, y creen que el Gobierno debería descentralizar su gestión en favor de las autonomías, que son las que mejor conocen la realidad económica de los ciudadanos.

Alberto Vaquero García, profesor titular del Grupo GEN de investigación de la Universidad de Vigo, y Carlos Victoria, research economist de EsadeEcpol, explican en este debate las circunstancias que rodean al ingreso mínimo vital (IMV), cuya implementación requerirá de la implicación del conjunto de administraciones. La cogobernanza llevará a que las comunidades autónomas tengan que redefinir sus sistema de rentas mínimas.


Autonomía, igualdad y evaluación en el mínimo vital

El ingreso mínimo vital (IMV), recientemente aprobado, supone un importante refuerzo de la red de seguridad contra la pobreza y la exclusión social en nuestro país. El peso de la política de protección social venía recayendo sobre las rentas mínimas autonómicas, por lo que su implementación requerirá de una intensa colaboración e implicación del conjunto de administraciones. No solo a nivel horizontal (inclusión, empleo, servicios sociales...) sino, y sobre todo, a nivel vertical: será imprescindible la coordinación integral con las comunidades autónomas. Por ello, la gestión de la prestación y su encaje en la red de protección social ya existente debería guiarse por tres principios: autonomía, igualdad y evaluación.

Primero, porque el IMV constituye una suerte de suelo común que podrá ser complementado por las rentas mínimas autonómicas (excluidas del cómputo de ingresos para acceder a este), tanto en términos de cobertura como de generosidad, algo ya demandado por la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) en su estudio sobre los programas de rentas mínimas cuando el ministro Escrivá era su presidente. En realidad, las comunidades autónomas podrían incluso eliminar sus rentas mínimas, de manera que el Gobierno central se hiciera cargo por completo de esta prestación. En cualquier caso, parece lógico que se mantenga la autonomía de las comunidades en la decisión de complementar la cuantía y la profundidad de la protección, puesto que la pobreza y la exclusión social afectan de manera diferenciada a distintos grupos sociales en cada territorio y en los distintos territorios.

Por otra parte, debería garantizarse un marco común de igualdad en la gestión. Pese a ello, se observa una asimetría evidente entre las autonomías de régimen foral (País Vasco y Navarra) y el resto: mientras que las primeras asumirán las competencias para el reconocimiento y el control de la prestación en sus territorios, las segundas tendrán que establecer convenios para su gestión. Ante esta situación, varias comunidades han pedido ya al Gobierno la gestión del IMV. Ni siquiera desde un punto de vista jurídico hay razones suficientes para romper el marco común: como ha apuntado Xavier Arbós en un artículo reciente, el hecho de que el País Vasco y Navarra tengan su propio régimen fiscal no justifica un trato diferenciado.

Finalmente, el IMV exige, como todas las políticas públicas, una evaluación basada en la evidencia. Por ello, es muy positivo que la AIReF vaya a ser la encargada de realizarla anualmente. Para completar el avance sería conveniente una colaboración estrecha con las instituciones autonómicas para realizar evaluaciones de impacto que incluyan las distintas políticas de rentas mínimas, teniendo en cuenta la naturaleza múltiple de la red de protección social. Además, dado que el IMV supone un aumento de gasto permanente, los planes presupuestarios de todos los niveles de la Administración deberán tenerlo en cuenta, especialmente en una situación como la actual, de fuerte aumento del gasto y caída de los ingresos.

En definitiva, las comunidades autónomas tendrán que redefinir sus sistemas de rentas mínimas, tanto en lo relativo al nivel de gasto como a las políticas que se articulen en torno al IMV. Coordinar las políticas sociales y las políticas activas de empleo, pero también la educación o la sanidad, será sin duda un gran reto; si se consigue, el beneficio en términos de inclusión social y reducción de la pobreza puede ser enorme.

Autor Carlos Victoria Research economist de EsadeEcpol

Gestión descentralizada incluso a nivel local

En un país como España, con una alta tasa de pobreza y donde la desigualdad económica (en términos de renta y/o patrimonio) va aumentando, la aprobación de un Ingreso Mínimo Vital (IMV) tenía que haberse producido hace años.

Esta medida debería haberse llevado a cabo, hace más de una década, desde la Administración General del Estado, ya que es la única capaz de garantizar una ayuda igual para todo el territorio español y unos mismos derechos de acceso y condiciones de disfrute a todos los individuos. Llevamos un retraso de muchos años y solo cuando hemos visto lo sucedido a numerosas familias se ha optado por pisar el acelerador y aprobar este IMV. Las largas colas del hambre, donde personas que hasta hace pocas semanas tenían un trabajo ahora se han visto obligadas a pedir alimentos para sobrevivir, nos ha devuelto a la realidad. Se vivía muy al día y la economía sumergida tenía un peso muy importante en el circuito económico. La desigualdad económica estaba muy presente, aunque oculta.

Algunas comunidades autónomas, en función de las competencias transferidas en materia social han estado cubriendo la ausencia de un programa estatal de IMV con cargo a sus propios presupuestos. Se puede comprobar la existencia de importantes diferencias a nivel regional, al coexistir sistemas más generosos, como es el caso de los programas del País Vasco y Navarra, con otros más modestos en las cuantías, como ocurre en Galicia. Esta heterogeneidad en las cuantías abonadas responde, en parte, al régimen de financiación de las comunidades, puesto que en el sistema foral la capacidad fiscal propia resulta muy superior a la del régimen común y, además, hay que tener muy presente que el PIB de Navarra y el País Vasco es de los más altos a nivel nacional. Cuando los presupuestos acompañan, se puede ser mucho más generoso.

Expuesta esta diferencia, no hay argumentos objetivos para que se descentralice el gasto solo en algunas autonomías. De hacerse, debería ofrecerse a todas las comunidades. Lo anterior permitiría incluso aunar los esfuerzos que ya se vienen haciendo desde la óptica autonómica para mitigar los problemas de pobreza y desigualdad, una de las lacras económicas que todavía no se han podido superar.

Por lo tanto, como las competencias en materia de atención social corresponden a las comunidades autónomas, se debería descentralizar la gestión. En consecuencia, parece razonable que la Administración General del Estado provea los recursos necesarios, al menos una cuantía igual para todos los ciudadanos, pero que cada comunidad gestione la prestación, puesto que es un nivel de gobierno mucho más cercano al ciudadano.

Personalmente, iría algo más lejos e incluiría en esta ecuación a los ayuntamientos, puesto que esta administración conoce mejor que el resto de niveles de gobierno las necesidades de la población. Optar por esta vía garantizaría un modelo de cogobernanza responsable y cercano a la realidad económica de los ciudadanos.

Esto es lo que se debería haber hecho desde el principio. Me temo que la urgencia económica que ha provocado esta pandemia ha hecho imposible establecer este modelo de gestión descentralizada. Sin embargo, aún estamos a tiempo de establecer los mecanismos de coordinación necesaria para alcanzar este objetivo. España es uno de los países más descentralizados en su gobernanza y esto tiene que verse cuando se implementan políticas públicas.

¿Quién debe gestionar el mínimo vital, la Administración central o las comunidades?

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Autor Alberto Vaquero García Profesor titular. Grupo GEN de investigación de la Universidad de Vigo
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