El futuro del poder global

Joschka Fischer BERLÍN

OPINIÓN

07 ago 2020 . Actualizado a las 12:08 h.

Puede decirse que la pandemia de covid-19 es la primera crisis verdaderamente global del siglo XXI. Los únicos paralelos históricos modernos con la disrupción económica que un patógeno microscópico desató son las guerras mundiales del siglo pasado.

El inicio de la Primera Guerra Mundial, en agosto de 1914, no solo puso fin a un largo período de paz, sino que también suspendió una primera época de integración económica y globalización. La adopción de nuevos programas de gobierno proteccionistas en todo el mundo provocó una caída generalizada del crecimiento económico. Una generación después, siguió otra guerra mundial, tras lo cual comenzó inmediatamente la Guerra Fría.

Entre el principio y el final de este período de conflicto constante y política del poder que va de 1914 a 1989, el mundo y la política internacional se habían transformado por completo. Antes de la Primera Guerra Mundial, el Imperio Británico era la potencia económica y militar dominante. Después de la Segunda Guerra Mundial ocupó su lugar Estados Unidos, cuya posición hegemónica se reforzó todavía más tras la caída de la Unión Soviética. La pregunta, entonces, es cómo cambiará la distribución del poder global como resultado de la crisis del covid-19. Que el impacto de la pandemia sea comparable al de cualquiera de las dos guerras mundiales todavía está por verse. Es evidente que una crisis económica global de esta escala provocará grandes sacudidas geopolíticas. Aunque no es imposible que Estados Unidos, la superpotencia establecida, consiga aferrarse a su posición en la cima de la jerarquía internacional, la mayoría de los indicios sugiere que China, la superpotencia emergente, prevalecerá e inaugurará el siglo de Asia oriental. Ya mucho antes de la crisis por el covid-19, la rivalidad sinoestadounidense se iba configurando como el conflicto hegemónico definitorio del siglo XXI. Pero la pandemia, a la que se suma la política de año electoral en Estados Unidos, parece amplificar y acelerar la confrontación. El presidente estadounidense Donald Trump tiene todo en juego en la elección de noviembre. Tras su mala gestión de la pandemia y la aparición en su mandato de una crisis económica interna sin precedentes, necesita un chivo expiatorio, y China es la elección obvia.

Aunque en general las políticas de Trump dividieron a la sociedad estadounidense, su postura ante China es una gran excepción. En una ofensiva contra China puede contar con amplio apoyo bipartidario. Incluso entre los más liberales de los demócratas, la actitud estadounidense hacia China ha empeorado considerablemente durante los últimos años.

Los cuestionamientos estadounidenses son, en muchos casos, difíciles de pasar por alto. En la práctica la República Popular es un estado autoritario (e incluso totalitario) bajo control exclusivo de un partido leninista. Ejerce espionaje económico y tecnológico a gran escala contra Estados Unidos, utiliza prácticas comerciales desleales, y mantiene una política de reclamos territoriales agresiva contra la India, Taiwán y en el Mar de China Meridional. La persecución de minorías étnicas y religiosas en Xinjiang, el reciente intento de consolidar el control de Hong Kong y la mala respuesta inicial al brote de covid-19 en Wuhan son algunos ejemplos de lo poco que ha hecho el gobierno de China para inspirar confianza.

Sin embargo, la insistencia del gobierno de Trump en tratar de renunciar al liderazgo global estadounidense plantea una duda fundamental respecto de su estrategia: ¿qué quiere Estados Unidos con Trump? ¿Liderar sin asumir responsabilidades?

Mal puede funcionar algo así. Mientras Estados Unidos sigue atascado en el pensamiento cortoplacista, China se afirma como una fuente alternativa de liderazgo global y de inversiones, con una estrategia paciente a largo plazo para explotar el vacío geopolítico creado por el giro aislacionista de Estados Unidos.

En cualquier caso, será difícil para Estados Unidos remediar el daño a su imagen internacional, sobre todo después del desastroso fracaso de la administración Trump frente al covid-19. La pandemia refuerza la impresión general de que Estados Unidos es una superpotencia decadente, próxima a ser suplantada por una China estratégicamente hábil y económicamente dinámica. La vieja historia del ascenso y la caída de las grandes potencias se repite, escrita ahora por un virus. Ojalá este capítulo se desarrolle en forma pacífica.

En el contexto de la confrontación sinoestadounidense, Europa se halla en la incómoda situación de estar atrapada entre dos fuerzas geopolíticas opuestas, y no recibe indicio alguno de las verdaderas intenciones de Estados Unidos respecto de China. ¿Quiere Estados Unidos contención o confrontación declarada (incluido acaso el conflicto militar) para obstaculizar o incluso revertir el ascenso de China? La segunda estrategia, repetición de la que usó Occidente con China a fines del siglo XIX, sería en el mejor de los casos extremadamente peligrosa.

La alternativa para Occidente es apelar a la contención a largo plazo sobre la base de la rivalidad estratégica. Es la opción que más conviene a Europa. En un orden mundial liderado por China, Europa (situada en el extremo occidental del supercontinente eurasiático) sería la perdedora. Como estado unipartidista totalitario, China nunca puede ser un socio auténtico de Europa en términos normativos. Incluso después de tres años de Trump, la relación de Europa con Estados Unidos sigue siendo mucho más estrecha que cualquiera que pueda aspirar a conseguir con China.

Pero China ya es demasiado grande, demasiado exitosa y demasiado importante para ignorarla. La realidad demanda cooperación. La clave es distinguir entre una relación estratégica con China y el sometimiento. Y para que sea posible mantener esa distinción crucial, es necesario que Europa no se vuelva dependiente del rival de Occidente ni en lo económico ni en lo tecnológico.

Traducción: Esteban Flamini 

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