Taxonomía del vidrio

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

24 may 2020 . Actualizado a las 10:51 h.

Dicen que con el confinamiento ha aumentado el consumo de alcohol. Lo creo. Lo sé. De hecho, lo oigo. Se da la circunstancia de que vivo justo encima de dos contenedores de vidrio y puedo atestiguar que algo raro pasa. Estoy acostumbrado al ruido nocturno sostenible -por alguna razón, el reciclaje de vidrio tiende a ser una actividad noctámbula- pero últimamente el estruendo del reciclaje es más audible. Hago mis cálculos y me sale, en efecto, que prácticamente se ha doblado el consumo de alcohol. Porque no creo que sean todo bebedores de anís, y menos aún viejos lobos mar deshaciéndose de sus colecciones de miniaturas de barcos en botellas.

Hay muchos lugares en el mundo en los que uno, sin pretenderlo, se entera de los secretos más íntimos del ser humano, y vivir encima de un punto de reciclaje es uno de esos lugares. La basura es más elocuente a la hora de expresar nuestra vida cotidiana, pero el reciclaje de vidrio es una banda sonora que nos cuenta a gritos la ansiedad y la soledad, la fiesta en casa y el bebercio privado.

Yo fantaseo con la idea de que, con la experiencia que he ido acumulando a lo largo de los años escuchando estos ruidos en la madrugada, puedo reconocer los distintos tipos de botellas, y por tanto los distintos tipos de bebedores. Las botellas de whisky, por ejemplo, hacen un ruido sólido, con eco, porque su vidrio es grueso. Las de vino están, creo, en clave de fa sostenido, y hacen un ruido como de ventana que se rompe -todavía no he conseguido distinguir el blanco del tinto-. Los quintos de cerveza, pequeños y compactos, suenan como estallidos secos que recuerdan a disparos de una pistola del nueve corto. Suelen ir al contenedor de seis en seis, y si suenan dos más es que hay una oferta.

Pero también es importante el carácter que le imprime a la botella cada lanzador. Hay quien recicla con vergüenza, y quien lo hace con orgullo, estrellando con fuerza las botellas en el interior del contenedor, como si proclamase solemnemente que está salvando el planeta a botellazos. Y hay quienes lo hacen de manera distraída, lanzando una botella y esperando unos segundos antes de lanzar otras tres, luego silencio, y luego otras dos, como si estuviesen transmitiendo algo en morse -me he asomado alguna vez a ver por qué lo hacían y era alguien que iba escuchando música con unos cascos y paseando al perro-.

Entonces viene el camión de reciclaje, cuyo horario está meticulosamente calculado para coincidir exactamente con el momento en el que cada calle de Madrid entra en la fase REM del sueño. En nombre de la equidad y el equilibrio, del ying y el yang, el conductor da unos cuantos acelerones que compensan con CO2 cualquier beneficio que pudiese proporcionar el reciclado al medio ambiente. O quizá solo pretende asegurarse de que no queda nadie despierto en todo el barrio. Con otro ruido, robótico e industrial, levanta el contenedor con sus garras de monstruo de ciencia ficción, entre los gritos de los empleados con chalecos naranjas, que alborotan todo lo que pueden para vengarse de que ellos tienen que trabajar mientras los demás descansan. La trampilla se abre, y ahí va todo mezclado, directo al estómago del gran bicho verde: los guateques, la borrachera solitaria, los brindis en la mesa, la botella de champán que sobró de las Navidades, las cenas románticas, las comidas familiares, las tardes aburridas en el sofá frente al televisor… Como un torrente brillante de cristales de colores, se supone en camino de convertirse otra vez en vidrio, para seguir alimentando el ciclo del eterno retorno.