«In memoriam» de Luz Pozo Garza desde mis recuerdos

Maialen Aguinaga Alfonso

OPINIÓN

ANGEL MANSO

22 abr 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Escribo a vuelapluma mis recuerdos de cuando conocí a Luz Pozo. Se iniciaba el curso 1983-1984 en el Instituto de Enseñanza Media de Nigrán (Pontevedra). Yo me incorporaba al departamento de lengua y literatura del que ella, ya profesora veterana, formaba parte. Desde el comienzo nos unió una gran amistad, a pesar de la notable diferencia de edad, caracteres y bagaje profesional. Ella gallega y delicada, con una larga vida plena de actividad literaria, y yo profesora novel en la enseñanza, navarra trasplantada a Galicia, pocos años antes y con un carácter más enérgico. Nada hacía presagiar el comienzo de una larga amistad de treinta y siete años, hasta nuestra última conversación telefónica hace poco más de una semana. Recuerdo los paseos que dábamos en los recreos por los caminos del entorno, en pleno campo del Val Miñor, y si teníamos un poco más de tiempo, por algún hueco entre clases, íbamos a playa América donde ella, sin más preámbulos, ya había previsto su bañador y se lanzaba al mar sin ninguna pereza, sin pensar en que había que volver a impartir una nueva clase en breve. Para mí, joven docente y con cierta inseguridad, me parecía increíble esa versatilidad. Ello denotaba su juventud interior y su espíritu deportivo. Una mujer que atraía con su constante sonrisa y amabilidad. Luz había superado esa etapa del qué dirán -si es que alguna vez la pasó- y se mostraba totalmente libre de ciertas convenciones. La recuerdo, no obstante, presumida: le gustaba pasarse el peine con frecuencia entre clase y clase. Era una mujer, ya en sus sesenta cumplidos, de gran belleza, sensibilidad y dulzura en el trato. Los alumnos la tenían en gran consideración como excelente profesora e, incluso, a veces se organizaba algún recital con sus poemas. Tenía una voz dulce y bien modulada, como las olas del mar de Vigo, que luego sería el título de uno de sus libros de crítica literaria.

En ese primer curso de 1983/1984 recuerdo su flamante coche de color verde, que parecía el de una actriz de Hollywood. Alguien la asociaba, por su parecido, con Greta Garbo. Me facilitaba con su habitual generosidad a recogerme o regresar los días que coincidíamos en horario.

Así seguimos trabajando en el mismo departamento, salvo mi año de prácticas en Tui 1985/86, tras aprobar las oposiciones, en que nos reencontramos de nuevo en el mismo instituto hasta su jubilación en Nigrán en 1987. Recuerdo haberle escrito un pequeño homenaje de despedida de su vida profesional como catedrática de Enseñanza Media, sin saber -en mi ingenuidad- la gran obra poética que ya tenía en su haber. Y los numerosos libros que escribiría después, desde 1987 hasta 2019. Por entonces yo solo sabía que era autora del primer libro que me dedicó, en versión bilingüe castellano/gallego, Últimas palabras/Verbas derradeiras (1972), ya que hablaba poco de su intensa labor poética y de crítica literaria. La fui descubriendo tras su jubilación. Así iría conociendo otras facetas de su rica personalidad: como ensayista, codirectora con Tomás Barros de la revista Nordés y después de Clave-Orión y otros proyectos editoriales, además de sus otras facetas como pintora y pianista, etcétera. Todo ello teniendo en cuenta que hizo sus estudios de Magisterio, de piano y solfeo, en los años 40, ya casada. Otro aspecto en que coincidíamos era que ella había obtenido la licenciatura de la carrera de Filosofía y Letras en Oviedo en 1963 y, en mi caso, muchos años después, también me licencié en Filología Hispánica en Oviedo. Su primer libro de poesía en español fue Ánfora (1949), en el que se aprecia la influencia de la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou. Un momento crucial de su trayectoria fue su ingreso como académica en la Real Academia Gallega en 1996 con su memorable discurso «Diálogos con Rosalía», cuyo libro salió el día anterior: Vida secreta de Rosalía. Desde entonces hasta su fallecimiento en la mañana del 20 de abril, siguió publicando poemarios, recibió numerosos premios, pusieron su nombre a calles en Ribadeo, A Pobra do Caramiñal y A Coruña. Su último libro, publicado el año pasado, O pazo de Tor, era un homenaje al pazo familiar de sus antepasados por vía materna. Hablaba con mucha ilusión de este libro. Una vez le acompañé al cementerio de A Coruña donde estaba enterrada su madre. Como muestra de amistad y de su habitual generosidad, asistió a la defensa de mi tesis doctoral en Santiago de Compostela en 1993, a la presentación de dos libros míos en 1994, y finalmente me cedió un cuento suyo inédito en castellano, Una paloma perdida, que, según me dijo, lo contaba a sus niñas de pequeñas, y una versión en castellano traducida por ella misma de su cuento en gallego Polvorita para una edición de Cuentos gallegos que me habían encargado y que años después se publicó online en la web de la Diputación de Pontevedra (pueden leerse ambos cuentos en este enlace). Un tesoro que guardo como oro en paño. ¡Luz, descansa en paz! Tras una vida tan intensa y como creyente que eras, Dios te ha venido a llamar en una peculiar Pascua de la pandemia, para darte el premio que más añorabas: el día de la Resurrección del que hablabas con ilusión en una entrevista en Faro de Vigo.