Atrincherados en sus sillones

OPINIÓN

Kiko Huesca

15 abr 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Una niña toca un fragmento del Mater mea con su saxofón en una terraza. Al fondo se ve el mar callado. No hay nadie en la calle, que otros años se llena de gente en la multitudinaria procesión del encuentro. En esta primavera, está desierta y el eco perdido de las notas se mete por algunas ventanas. La música se diluye en la soledad del hormigón. Como quien tira flores a un volcán. Ni siquiera las gaviotas se interesan por los acordes de la marcha de Ricardo Dorado. Es una condena que parece haber dictado el coronavirus, que además de enfermarnos y matarnos ha venido a enmudecernos y a bajarle el volumen a la música. Las artes están encarceladas como en una dictadura. Estas fiebres no solo afectan a los pulmones, también ataca al corazón, los riñones, el hígado y hasta al cerebro. Y debe producir ceguera a los que ya habitualmente sufren borrachera de poder, como Bolsonaro, el presidente bielorruso Aleksander Lukaskenko, que recomienda vodka para curar la epidemia, o los charlatanes de Trump y Boris. Este y el ministro de Sanidad israelí, el ultraortodoxo Yaakov Litzman, al que le atribuyen haber acusado a la homosexualidad de desencadenar la pandemia, sufren el bicho en sus carnes. Debe ser mal convite tener que tragarse la lengua. «Las palabras las tienen todos, el juicio solo unos pocos», sentenciaría Catón el censor. Nada nos engaña tanto como nuestro propio juicio. No es que lo diga yo, sino Da Vinci. Aquí, más cerca, la política se atrinchera en los sillones del Congreso. Disparan a derribar al contrario en plena tragedia. Se les ha encasquillado la razón. Mientras, el pueblo, encerrado, canta para el viento solitario. Como la niña de Fisterra.