Los viejos

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

Sandra Alonso

11 abr 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Son y han sido la mejor historia de nuestra historia, la columna vertebral en la que se articuló nuestra sociedad. Habían pasado mil páginas desde los duros años de una posguerra que presidió el hambre y la miseria y que ellos protagonizaron. Sentaron las bases del llamado milagro español, los años del seiscientos y del veraneo en la costa, soñaron y alcanzaron un país que reivindicó e instaló el estado de bienestar, y desde hace algo mas de cuarenta años vivieron en democracia en un utópico país llamado Europa.

Con sus pensiones ayudando a sus hijos, sostuvieron los mecanismos que hicieron posible atemperar la crisis económica que golpeó España durante un lustro todavía reciente, fueron determinantes reinventándose, cuidando a sus nietos, llevándolos a la guardería y al colegio, propiciando una cultura de familia inquebrantable.

Son nuestros viejos, a los que el COVID-19, el virus asesino, esta diezmando con su oleada de muerte. Son nuestros viejos, que mueren por miles en el mapa hospitalario de España; son septuagenarios, mas bien octogenarios, están en esa edad de la sabiduría que el escritor Ricardo Piglia, en los Diarios de Renzi, atribuía a Borges, que en una de sus ultimas entrevistas televisadas hablaba «lento y despacio como hablan los ancianos, con ese lenguaje sentencioso y hondo», al igual que el viejo marqués de Bradomín en la Sonata de invierno de Valle Inclán, y fue José Luis Sampedro quien desde una edad provecta creó un protagonista mayor en su Sonrisa etrusca.

Son nuestros viejos, los ancianos de esta tribu que llamamos patria. Los cursis los llaman abuelos; los políticamente correctos, mayores; los modernos los denominan viejunos. Son nuestros viejos y España es un inmenso obituario que da cuenta y razón de los fallecimientos que, día a día, ya se cuentan por miles.

Solo en las residencias y asilos habían muerto hasta el pasado Jueves Santo 8.600 ancianos, y han muerto en soledad y silencio, sin despedidas ni abrazos, y son vergonzosamente enterrados sin acompañamiento en sus sepelios.

Nuestros viejos son nuestros muertos. Nuestra sociedad no puede ni debe ignorarlos, olvidarlos, convertirlos en fría estadística. Han vivido el mundo del trabajo con abnegación, muchos de ellos en los años sesenta emprendieron con billete de vuelta el camino de la emigración.

Hay que poner punto y final a esta sangría y mientras tanto, desde el luto y el dolor, yo quiero rendirles mi homenaje, mi testimonio de gratitud en este honor y gloria colectivo que quiero dedicarle a nuestros viejos.