
Desde que el virus anda suelto me resulta cada vez más difícil pergeñar esta columna. Tengo la sensación de que, aparte de obviedades, mi opinión nada aporta en la lucha contra la pandemia y la brutal crisis económica que se avecina. Incluso la crítica, en medio de la batalla que toda la humanidad mantiene contra el enemigo común, la percibo destructiva. Solo divide, alienta las deserciones y contribuye al caos. No nos queda otra que confiar ciegamente, por más errores que cometan, por más palos de ciego que den, en quienes ocupan el puesto de mando. Tiempo habrá para la censura o el aplauso cuando salgamos de esta.
Vivimos la cuarentena con el alma en un puño. Con la incertidumbre de no saber si caeremos enfermos o si nuestros hijos mantendrán el trabajo. Ambas posibilidades nos angustian. Pero los gobiernos deben optar, porque la pandemia y la economía se llevan mal. Los sanitarios exigen que paremos máquinas para frenar el virus. Los economistas defienden lo contrario y advierten que paralizar la producción, medida nunca tomada, ni en la paz ni en la guerra, puede tener efectos catastróficos. Incluso -el añadido es de Trump- puede causar más muertes que el coronavirus.
Todos tienen razones. Y es de agradecer que, al menos en esta cuestión, la línea divisoria no la marquen los colores políticos. Pablo Casado o los presidentes de Cataluña y Murcia abogaban por la parálisis total, Núñez Feijoo o Nadia Calviño optaban por dejar un hálito de actividad para evitar que el cierre transitorio se convierta en definitivo. Los sindicatos a un lado, la patronal al otro. Todos tenían buenas razones, pero la razón, en tiempos de crisis, la tiene el mando único. El que, ante una terrible disyuntiva, está obligado a decidir. A elegir, entre dos males, el que considera menor. Mandó parar y ahí se acaba para mí el debate.
Podemos seguir flagelándonos, como hacían los beatos del medioevo para ahuyentar la peste bubónica, que por aquel entonces era considerada un castigo divino. O dedicarnos a buscar culpables y negligencias pasadas y presentes, desde los recortes practicados en la sanidad en la última década hasta la penuria de material con que cuentan los sanitarios que se juegan la piel en los hospitales. O atribuir la acelerada propagación de la peste al retraso en la orden de combate. O proponer que se coloquen banderas a media asta y con crespón negro en los balcones. O pedir que Sánchez comparezca cada semana en el Congreso desierto y se constituya no sé qué comisión de seguimiento. Todo eso podemos hacerlo y, de hecho, aprovechando el tiempo que nos sobra antes del aplauso de las ocho, somos muchos los que tomamos nota para el día después. Pero en este momento, en el punto álgido de la tragedia, sacar a relucir los trapos contaminados por el virus me parece traición perseguible de oficio. Decepcionante el zumbido político de baja estofa que llega a nuestros hogares. Y hasta re-pug-nan-te, por usar el vocablo patentado por el primer ministro portugués, si el reproche solo busca réditos electorales.