Después de afirmar en reiteradas ocasiones, y con la frivolidad que le caracteriza, que el coronavirus surgido en China se iría «en abril», debido al «calor» (como si se hablara de un sarpullido o algo así), el pasado 29 de febrero Donald Trump convocó apresuradamente una conferencia de prensa en la Casa Blanca. Acababa de conocerse la primera muerte por la enfermedad en este país, y parece que la nación exigía medidas más contundentes que esperar a que la meteorología cambiase. Así que, embutido en su habitual traje azul marino, con la corbata roja de «aquí estoy, el macho dominante más poderoso del planeta», antiojeras y maquillaje a mansalva y rodeado de su séquito, salió a explicarse ante los periodistas. Esta vez, en un alarde de seriedad, no habló del calor de abril, pero sí de fronteras («tenemos fronteras fuertes», dijo) y de «hacer todo lo posible para evitar que los enfermos y contagiados entren en nuestro país».
Lo que, en su obstinación y actitud infantil jamás llegará a vislumbrar Trump es que una epidemia internacional no es solo un problema de enemigos invisibles que amenazan con destruir el planeta, en especial Estados Unidos (esta ha venido siendo su visión del mundo desde el principio de su mandato). No le cabe en la cabeza que en esto estamos todos juntos, y que, le guste o no, lo que le ocurre a una persona en cualquier rincón del mundo afecta a todos en todas partes. Solo así, y no pensando en divisiones de raza y etnia, en fronteras o en diferencias de estatus económico deberíamos afrontar el problema. Tal y como se demostró con el SARS (Síndrome Agudo Respiratorio Severo) en el 2003, y la Gripe H1N1 (gripe A) en el 2009, las epidemias han de ser contempladas desde perspectivas muchísimo más amplias (ética, económica, política…), puesto que en la complejidad de su desarrollo entran en colisión lo individual y lo colectivo, ingentes pérdidas económicas, riesgos de salud, limitación de flujos transfronterizos de bienes y/o personas, etcétera.
Es de enorme interés lo que dice Frank M. Snowden, autor del libro Epidemias y Sociedad: de la Peste negra al presente. Este profesor emérito de la Universidad de Yale viene a decir que las enfermedades no afectan a las sociedades al azar y de forma caótica, sino que los microbios se expanden de manera selectiva para explorar nichos que los propios seres humanos han creado. Esos nichos muestran en buena medida quiénes somos, y si, por ejemplo, la peste bubónica mató a la mitad de la población de varios continentes y, por tanto, tuvo una enorme repercusión en la llegada de la revolución industrial, al menos sirvió para que hoy en día nos preocupen las condiciones de los trabajadores y de las personas más vulnerables. Tomemos nota.
Afortunadamente, el coronavirus y otras epidemias no solo muestran el lado oscuro y egoísta de la humanidad, como es el caso de Trump. Un buen ejemplo lo tenemos en la crisis del ébola y la actuación de oenegés como Médicos sin Fronteras, que pusieron en riesgo su propia vida para defender la de los más débiles. También están trabajando ahora en China con el coronavirus. El comportamiento de muchos gobiernos en esta crisis, incluido el español, es el correcto. Lejos de aprovechar la coyuntura para agitar el tablero político y para ahondar en infantiles tesis sobre fronteras y enemigos potenciales, tenemos que dar gracias a que esté centrándose en la contención de la enfermedad y en seguir las recomendaciones de las autoridades sanitarias y la evidencia científica.