Ministerios y puertas giratorias

Javier Guerra LÍNEA ABIERTA

OPINIÓN

Ricardo Rubio | Europa Press

22 ene 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

En el proceso de nombramiento de la persona responsable de la Fiscalía General están implicadas todas las principales instituciones del Estado. Por una parte, el Ejecutivo, que tiene la capacidad de decisión; el legislativo, a través de la Comisión de Justicia del Congreso; y el judicial, mediante la consulta al Consejo General del Poder Judicial. Y por otra parte está la última palabra, que corresponde al jefe del Estado. El nombramiento no es efectivo hasta que el rey no lo firma.

El Gobierno, si quiere obrar con diligencia y honestidad, debería ser consciente de las implicaciones de esta fórmula. Un proceso de toma de decisiones como este está previsto para forzar el entendimiento, para buscar el consenso, ya que se trata de un «asunto de Estado» que trasciende la coyuntura. Y está previsto también que, para evitar un bloqueo institucional, el Gobierno pueda decidir a dedo. Pero se llega ahí como resultado de un fracaso.

El nombramiento de Dolores Delgado como fiscala general del Estado es, por lo tanto, el primer fracaso de este Gobierno. Un fracaso anunciado antes incluso de la celebración del primer Consejo de Ministros. El Gobierno ha fracasado en su cometido de proponer al rey a una persona de prestigio para representar los intereses del Estado en el ámbito judicial.

No se trata de negar la valía profesional de Dolores Delgado ni sus méritos. Ha sido el presidente del Gobierno el que, al obrar de esta manera, ha deteriorado el prestigio de esta profesional. El prestigio, por definición, implica pública estima y autoridad. Hacer a Dolores Delgado foco de una polémica como esta va en contra de ese prestigio y, consecuentemente, la inhabilita para ser fiscala general del Estado. Posiblemente, Delgado cumplía las condiciones exigidas hasta que el presidente del Gobierno la propuso para fiscala general del Estado.

Y esto nos lleva a una nueva reflexión. A las personas se nos ha acostumbrado a asumir políticas que desde el punto de vista del interés común son un fracaso, pero que benefician a intereses particulares. Y esta forma de actuar se ha normalizado hasta el punto de hacernos creer que las cosas son y tienen que ser así.

Al frente de un consejo de administración de una empresa hacen falta buenos profesionales, y, por supuesto, al frente de los estamentos del Estado hacen falta los mejores funcionarios. Unos y otros deben llegar ahí por sus méritos y por un prestigio (capacidad de influencia) basado en la reputación personal.

Las denominadas «puertas giratorias» son frecuentemente criticadas y existe un sentimiento general de rechazo. Pues lo mismo debería suceder en este caso en el que, después de ser ministra, una persona es elevada al puesto de mayor responsabilidad al que podría aspirar en su profesión. Se trata de una fiscala que, tras pasar por una etapa política, se convierte en la cabeza de la más importante de las fiscalías.

El nombramiento es difícilmente explicable, se vea desde donde se vea. Estoy seguro de que Pedro Sánchez pagará las consecuencias de semejante torpeza. Pero nos da pie a esta reflexión. Los ministerios no pueden ser utilizados como trampolín profesional o puerta giratoria. Y mucho menos cuando, como en este caso, hay un claro conflicto de intereses.