El Estado del bienestar y la enfermedad de los costes

Manel Antelo
Manel Antelo EN VIVO

OPINIÓN

09 ene 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

En muchos sectores económicos los avances tecnológicos son intensos y dan lugar a un crecimiento notable de la productividad, entendida como producto por hora trabajada, de manera que para fabricar una determinada cantidad son necesarias cada vez menos horas de trabajo. Esto es lo que sucede, por ejemplo, en los sectores industriales, donde fabricar un coche, un ordenador o un avión requieren cada vez menos horas. Fruto del incremento de la productividad, los salarios nominales en estos sectores aumentan y lo hacen, además, a mayor ritmo que el nivel general de los precios. Es así como los salarios reales de los trabajadores de estos sectores mejoran y los precios que pagan los consumidores, disminuyen.

Las cosas son diferentes en otros sectores de la economía en los cuales es más difícil incorporar la tecnología a los procesos productivos y, en consecuencia, la productividad se mantiene a lo largo del tiempo o aumenta de manera muy tenue. Por ejemplo, una orquesta sinfónica que interpreta una obra de Beethoven emplea la misma cantidad de horas de trabajo que emplearía hace veinte, cuarenta o cien años. Esto es lo que, en mayor o menor medida, sucede en los sectores de carácter artesanal como la educación, la sanidad, los servicios de justicia o la seguridad. Todas estas actividades se caracterizan por un elevado componente de interacción humana más o menos irreductible y por un trade-off entre productividad y calidad, lo que dificulta la mecanización y la estandarización de la producción (para entendernos, podríamos mejorar la productividad aumentando, por ejemplo, el número de alumnos por aula o el de pacientes atendidos por día y médico, pero a costa de deteriorar la calidad). Y a pesar del escuálido crecimiento de la productividad, los salarios en estos sectores aumentan con el tiempo.

La divergencia en el ritmo de crecimiento de la productividad de unos sectores y otros no explica directamente por qué los costes de unas actividades decrecen y los de otras crecen. El mecanismo es algo más sutil. Si los incrementos de salarios de ciertos sectores van parejos a los de la productividad, los salarios de los trabajadores en los sectores cuya productividad apenas crece también aumentarán. Los trabajadores de estos sectores, viendo que los salarios en los sectores productivamente más dinámicos aumentan, presionan para que los suyos sigan una senda similar, y acaban consiguiéndolo. De lo contrario, llegaríamos a un punto en el que nadie estaría dispuesto a trabajar en estos sectores, ya que ganaría mucho más trabajando en los sectores de elevada y creciente productividad. De esta forma, al aumentar los salarios, pero no la productividad, los costes de los bienes y servicios de estos sectores aumentan y los consumidores acaban pagando un mayor precio por ellos.

Este comportamiento es lo que los economistas William Baumol y William Bowen calificaron como la enfermedad de los costes: dado que en los sectores con escaso o nulo incremento de productividad los salarios aumentan con el tiempo y dado que esos incrementos no pueden financiarse con mejoras en la productividad, ya que no existe tal contrapartida, tienen que financiarse necesariamente con incrementos en los precios de los respectivos productos. Por ejemplo, desde 1980 el precio de la educación universitaria en EE.UU. ha aumentado el 440 % y el de la sanidad un 250 %, mientras que el índice de precios al consumo ha aumentado solo un 110% y el nivel general de los salarios un 150%. Es decir, el nivel general de salarios aumentó más que el nivel general de los precios porque, teniendo en cuenta el conjunto de todos los sectores de la economía, la productividad global ha aumentado. Sin embargo, en los sectores más artesanales, y al objeto de poder financiar el aumento de salarios, los respectivos precios han aumentado en mucha mayor medida que lo ha hecho el nivel general.

Si tenemos en cuenta que la mayoría de los servicios públicos tienen un elevado componente de interacción humana y requieren una cantidad más o menos constante e irreductible de trabajo, cabe concluir que la enfermedad de los costes es inherente al Estado de bienestar, sus efectos son tanto más intensos cuanto más prestacional sea y podrían generar más desigualdad social. Razones suficientes para que la citada enfermedad sea incorporada a la agenda política. Porque si los servicios que la padecen son los que creemos que todos deberíamos disfrutar, si además se los hemos encargado al Estado y si dicha enfermedad hace que sean cada vez más costosos en comparación con los demás bienes de la economía, ¿se imagina cómo vamos a financiarlos?