El año de la coalición

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

No disponible

02 ene 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Estoy convencido, apoyándome en la experiencia de haber asistido a los estertores del franquismo y los balbuceos de la transición, que el 2020 marcará un punto de inflexión en nuestra historia reciente. Hay dos hechos en lontananza, uno casi seguro y el otro muy probable, que me sugieren aquella conclusión. Los Reyes Magos nos traerán, salvo que se trastabille la pata de algún camello, el primer Gobierno de coalición de la democracia. Y todos los vaticinios apuntan que, en ese momento, comenzará la legislatura más tormentosa y atormentada -y efímera, de hacer caso a los oráculos de la derecha- de los últimos cuarenta años.

Ambos factores, novedosa coalición y crispación desaforada, someterán a una durísima prueba de estrés las costuras de la renqueante Constitución de 1978 (todos envejecemos, también las constituciones). Que la supere o no, es harina de otro costal. Solo diré, sin ánimo de establecer analogías, que la Constitución más longeva, la de Cánovas de 1876, sucumbió con la dictadura de Primo de Rivera.

El resultado dependerá, en primer término, del éxito o fracaso de la «coalición progresista». Las dificultades que encontrarán Pedro Sánchez y Pablo Iglesias serán colosales. Tendrán que superar tres retos formidables. Primero, forjar un Gobierno cohesionado y desterrar la impresión de que existen dos presidentes y dos gobiernos, cada uno con sus respectivas parcelas de poder. Tarea nada fácil, porque tanto PSOE como Unidas Podemos compiten en el mismo caladero de votos, ninguno de los dos ha dormido nunca acompañado y los adversarios acechan bajo la cama para grabar cada ronquido e incitarlos al divorcio.

Segundo, tejer mayorías parlamentarias, con los variopintos mimbres de un Congreso atomizado, para aprobar cada presupuesto, cada proyecto de ley, cada iniciativa gubernamental. Empeño igualmente difícil, porque supone conciliar intereses territoriales contrapuestos, diversas posiciones ideológicas y políticas y la voracidad insaciable del nacionalismo.

Y tercero, apagar la hoguera catalana. El Gobierno dispondrá de una ventaja para afrontar el conflicto: la mayoría de los españoles, dicen las encuestas, apuestan por el diálogo y la negociación. Y de una desventaja: sobre cada paso o acuerdo con los independentistas recaerá la sospecha de que está motivado, no por la convicción de que esa es la vía de solución, sino porque se necesitan sus votos.

De la derecha solo cabe esperar guerra sin tregua y constante apelación a los tribunales. A la coalición «social-comunista» que «subasta» España a trozos, ni agua. Posición apocalíptica que me suscita alguna duda. ¿Conseguirán con esa estrategia desestabilizar el sistema y cuartear la Constitución cuyo monopolio se atribuyen? ¿O, por el contrario, disparan con pólvora mojada y, mientras todos sus cañones apuntan a Barcelona, otros asuntos más prosaicos -la pensión y el trabajo, los impuestos o la sanidad- son los que realmente ocupan y preocupan a los españoles?