Cuando el rey habla por hablar

OPINIÓN

26 dic 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Es posible que el discurso navideño del rey tenga que consistir en una reata de tópicos que se repiten una y otra vez como si se hubiese descubierto el mar Mediterráneo. También es posible que, en circunstancias como las actuales -cuando llevamos un lustro manga por hombro; cuando la característica esencial de nuestro tiempo es el desgobierno; y cuando los que tienen las llaves del único Gobierno posible ni siquiera acuden a las consultas con el rey que nos habla-, su majestad católica, recluida simbólicamente en la Zarzuela, no tenga más remedio que hablar de la fortaleza de las instituciones, del pueblo unido que insufla su grandeza y su solidaridad al Estado, y de los desafíos que, no siendo fáciles, no aciertan a cuestionar los muchos lugares comunes que articulan el discurso. E incluso es posible que el uso de circunloquios que nos prodiga nuestro rey -«estas fechas», «las fiestas», «felices pascuas», «cuando nos reunimos con nuestras familias»-, cuyo sentido es el de no molestar a los laicos diciendo las palabras Nochebuena o Navidad, sean el precio que tenemos que pagar para que la salutación de Nochebuena, en vez de ser y decir lo que todo el mundo dice, se convierta en una tradición zombi, que en realidad no viene a cuento, de una monarquía tan magra de símbolos y tradiciones.

No discutiré, en absoluto, que todo lo dicho tenga que ser así. Pero a cambio sugiero que, si el discurso de Navidad tiene que ser una desleída página de tópicos que se pronuncia en «estos días», o en unas «pascuas» no identificadas, es mejor suprimirlo ya, porque va camino de convertirse -sin más excepciones que las opiniones correctas servidas por cronistas tan oficiales como desleales con la propia monarquía, a salvo de la opinión correcta que estos días se le prodiga con una deslealtad casi infinita- en un sainete escaso de gracia, servido por una monarquía tan desierta de símbolos y tradiciones.

El discurso, enmarcado en los gravísimos desajustes que atravesamos, cuando se ciernen sobre nuestra patria enormes peligros y negros nubarrones, es una forma poco adecuada de despachar un compromiso que el mismo rey cumple, creo, con creciente desilusión y desgana, sin que mis duras descalificaciones queden rebajadas por una obligada mención a la situación catalana que, más que una amenaza evidente contra la clave de nuestra bóveda, se enfoca como una molesta gotera que hoy se palía con un caldero, y pasado mañana, si el tiempo no lo impide, retejando el ala nordeste de nuestra inmensa y debilitada cubierta.

Yo, que no soy monárquico, pero sí muy leal a las instituciones constitucionales del Estado, no quiero ahorrarle a don Felipe VI una seria reflexión sobre este insulso y vergonzante ceremonial navideño. Si desea dirigirse a los españoles en serio -bien sea en Navidad, por Difuntos o la víspera de la Tomatina de Buñol-, hágalo sin ambages. Y no nos ahorre las preocupaciones que llevamos puestas todos los días del año, salvo, ¡qué casualidad!, en la cena de Nochebuena.