Lo mejor de Pablo López Orosa -y esto es algo en lo que coincidirán todas las voces que desde su fallecimiento se han pronunciado sobre la desoladora noticia- es que había dos maneras de admirarlo: teniéndolo como amigo primero y siguiéndolo como periodista después, o justo a la inversa. De cualquier modo, salían ganado siempre los que se acercaban a él.
De escritura prolija y minuciosa, como profesional ponía por delante las voces de las personas a las cifras, esas de las que tanto adolece el periodismo parco en sensibilidad, lleno de prisas y dependiente de los porcentajes. Tenía el nervio y la inquietud necesarias para recorrer mundo encontrando a esa "gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas. Gente que puede cambiar el mundo. O quizás oscurecerlo aún más", como él mismo dejó patente en su página web. Y nunca se desvió de ese propósito.
Pero si hay algo que caracterizaba a Pablo es que también tenía la calma necesaria para reposar las historias. Escribirlas y reescribirlas. Siempre sagaz y comprometido. Pidiendo segundas opiniones, sabedor de que no hay una única verdad, aunque con el objetivo claro.