Ganó el teatro y perdió la política

OPINIÓN

05 nov 2019 . Actualizado a las 00:46 h.

Fedro, que escribió sus fábulas en tiempos de Calígula, Claudio y Nerón, preguntándose muchas veces cómo era posible tanta depravación y desgobierno, nos dejó un pensamiento que podría titular el debate de este lunes: «Cuando los fuertes no están de acuerdo, deciden los débiles». Y eso es lo que quedó claro después de la teatral dialéctica que desplegaron los cinco tertulianos: que al no ser posible que los fuertes pacten y ejerciten un Gobierno instalado en la centralidad y la eficacia, todas las propuestas posibles se formulan en los extremos —aunque Rivera e Iglesias se «confundieron» de enemigo más de una vez—, para que Sánchez pueda mantenerse en la Moncloa apoyado por populistas e independentistas, o para que Casado pueda reunir a las tres derechas —la suya, la deprimida y la eufórica— para ser presidente.

El desastre quedó algo paliado porque una ley electoral generada en la transición, que da más oportunidades a los que han ganado que a los que pueden ganar, dejó fuera de los debates a los independentistas, que son los verdaderos triunfadores de este revuelto político. Porque, si Gabriel Rufián, Laura Borràs o Aitor Esteban estuviesen en el debate —representando a los que tienen la sartén por el mango, y a los que administran a placer los códigos éticos—, ni siquiera hubiésemos hablado de España, ya que la legitimidad de los pueblos anteriores a Viriato —las tribus torristas y urkullistas— hubiese anclado todo el debate a la quimera plurinacional.

El fracaso del debate ya era inexorable desde que TVE decidió teatralizarlo, imponer las formas sobre los contenidos, y ofrecer un descafeinado combate de boxeo en el que, en vez de batirse los guantes con la cara, el hígado o el estómago, se batieron las palabras contra sus tergiversadas interpretaciones, y los razonamientos contra las habilidades retóricas. El debate fue la noticia más importante de los telediarios de la semana pasada, en un intento, ciertamente exitoso, de imponer las formas sobre el fondo y los gags sobre las conclusiones. Así, reconocerán ustedes, no es posible hablar de lo que de verdad nos preocupa. Y si a eso le añadimos que el debate ya es a cinco, nunca será posible contrastar -porque el tramo sobre la economía fue un caos absoluto- las dos opciones de poder que tenemos que dirimir en las urnas. Podemos generar carnaza para las tertulias, las redes sociales y las factorías de fake news, pero no podremos aflorar una sola idea -salvo la matraca de la coalición PSOE-UP, que Iglesias no abandona y Sáchez no acepta- que nos permita salir del atolladero en el que estamos.

Aunque no descarto que haya problemas más preocupantes que el desgobierno, a nadie se le oculta que lo prioritario es ese vacío de poder, y que si no resolvemos -o resolvemos mal- la forma de gobernarnos, todo lo demás -incluidas las seguridades de Abascal- se convierte en voces que claman en el desierto. Por eso salí decepcionado. Porque no creo que este entretenido espectáculo pueda solucionar nuestro problema real.