¡Hartos ya del raca-raca nacionalista!

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

DAVID ZORRAKINO - EUROPA PRESS

20 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

La célebre declaración de Ilsa a Rick en Casablanca («El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos») sirve, parafraseándola, para entender parte de nuestra historia desde 1977 hasta ayer mismo: «El mundo avanza y nosotros seguimos soportando a los nacionalistas». Lo decía el miércoles pasado el editor de este diario, Santiago Rey, en el vibrante discurso que pronunció con motivo de la entrega del premio Fernández Latorre al Museo do Pobo Galego, cuando hablaba del «insufrible desgaste a que nos somete el independentismo», una «corriente anacrónica que se ha convertido en un virus destructivo» que nos obliga a «desviar nuestra atención de los problemas reales» del país.

Se puede decir más alto pero no más claro. Así ha sido desde el momento constituyente, cuando el título de nuestra ley fundamental sobre la organización territorial del Estado se convirtió en el mayor atranco para pactar un texto de consenso, hasta ayer mismo, en que, por sexto día consecutivo, una nueva carrer borrocat, ha convertido a las principales ciudades de Cataluña en escenarios de una auténtica batalla campal entre la policía y los separatistas.

La inmensa mayoría del país ?cuya historia en las cuatro últimas décadas ha sido la de un notable éxito colectivo en todos los terrenos- ha tenido que soportar desde que se recuperó la democracia el pesado lastre de los nacionalismos, que, en sus diferentes manifestaciones, ha tenido un coste inmenso para nuestra convivencia civil en paz y en libertad. El peor, sin duda alguna, el provocado por la barbarie etarra, que iba a dejar una inconmensurable herencia de dolor. El peor sí, pero no el único, porque los nacionalismos, sobre todo vasco y catalán, han sido como una mordedura constante en la carne de nuestra sociedad.

Aunque olvidar es la tendencia natural del ser humano, habría que recordar el indesmayable conflicto territorial en la época de la descentralización, convertido por los nacionalistas en una recurrente ofensa de España a sus identidades. Y luego, una vez consolidado nuestro Estado federal (que lo es, de hecho, sin posible discusión), los gravísimos desafíos al Estado derivados del llamado Plan Ibarretxe, la financiación, la reforma estatutaria catalana, la sentencia del TCE sobre el Estatut, y, para cerrar este círculo infernal, la provocación secesionista catalana, cuyos últimos episodios se viven, en forma de guerrilla urbana, desde que esta semana comenzó. A todo ello, incluidos sus antecedentes durante la I y la II Repúblicas, me he referido en un libro (El laberinto territorial español) que ilustra lo que la mayoría de los españoles hemos tenido que aguantar por los delirios de minorías contagiadas por el «virus anacrónico» de los nacionalismos. Minorías que, pese a todo, han conseguido no pocas veces falsear la realidad, pues -la frase es ahora de Mark Twain- «es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sigo engañada».