La peor clase política de la democracia

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

BENITO ORDOÑEZ

06 oct 2019 . Actualizado a las 09:48 h.

Admito, ya de salida, que puede ser culpa de los años (de los míos) y que, por tanto, las consideraciones que seguirán sobre la calidad de la clase política española, sobre todo nacional, que hoy nos vemos obligados a sufrir podrían deberse a aquella convicción de que «cualquier tiempo pasado fue mejor», por decirlo con la copla del poeta.

Admita el lector, en contrapartida, que la cuestión quizá es otra y que, más allá de cualquier eventual mitificación de nuestro pasado más cercano, cabe la posibilidad de que, en efecto -y como sucede en gran parte de las democracias de Occidente- estemos asistiendo en España a un proceso de caída en picado de la calidad de las élites políticas, con devastadoras consecuencias.

Nunca la política ha estado tan profesionalizada, lo que significa que quienes hoy se dedican a ella no han hecho antes nada más: a veces ni siquiera han terminado una carrera, pero, cuando sí, tras hacerla o mientras la acababan, se ha metido de lleno en la política, en la que se concentran todos sus proyectos de futuro. Con raras excepciones, el profesional de la política intenta no dejarla nunca, pues aquella no es el medio para alcanzar estos u otros objetivos, sino un fin en sí mismo, al servicio del cual se ponen todos lo demás.

Tal falta de experiencia profesional previa a la política, la deformación galopante que produce la incultura (y no me refiero a los dosieres) y el catastrófico patriotismo de partido (solo los míos tienen la razón) produce una patología bien estudiada: el aislamiento social de los políticos, que están siempre por el medio, pero sin enterarse de qué pasa a su alrededor. En los debates de hoy del Congreso vuelan los insultos más zafios, la ramplonería argumentativa y el más tosco populismo con el que políticos de bajísimo nivel intentan superar lo que les falta y sí tenían sus predecesores: la seriedad de hombre de Estado de Suárez, la dialéctica imparable de González, la finísima ironía de Guerra, la erudición de Fraga o la socarronería de Carrillo. De ellos, entre otros muchos parlamentarios o ministros muy bien preparados y brillantes. Lo proclamaba antes de ayer González hablando de él mismo y de Rajoy: «En la situación política actual en España, nosotros dos somos, como mínimo, Winston Churchill».

Ese tipo de político de bajísimo nivel, convertido hoy en regla general, tiende a dificultar la entrada en la actividad pública de cualquiera que puede hacerle sombra, lo que genera un mecanismo de selección inversa de las élites que explica que algunos especímenes que están en la mente de todos hayan podido llegar a las Cortes o al Consejo de Ministros.

Pero la caída pavorosa de nivel en la que estamos es también en gran medida responsable del bloqueo que sufrimos, pues la profesionalización política ha provocado la concepción de aquella como un auténtico botín, que es tanto mayor, claro está, cuantos menos se reparta. Simples matemáticas.