Cataluña a dos años de la insurrección

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

OLIVIER HOSLET | efe

02 oct 2019 . Actualizado a las 09:41 h.

Un colega catalán, amigo de uno de los principales asesores jurídicos del procés que culminó en la frustrada insurrección que ayer cumplió dos años, me contaba, no hace mucho, la descomunal sorpresa que este último había experimentado ante la finalmente firme respuesta del Estado (art. 155) frente al ilegal intento de los secesionistas. Tal sorpresa, llamativa en cualquier adulto cabal, resultaba aun más llamativa en quien, como era el caso, había desempeñado durante varios años en Madrid una altísima responsabilidad en la estructura del Estado.

La anécdota, muy relevante, pone de relieve hasta qué punto vivían en un pleno estado de delirio incluso personas a quienes había que suponer -por su formación e información- plena conciencia sobre lo que en democracia ningún Estado digno de tal nombre puede tolerar.

Y en ese estado de delirio, ya no personal sino colectivo, han vivido durante los últimos dos años las autoridades autonómicas catalanas, y los partidos separatistas que sostienen, con mayor o menor convencimiento, al Ejecutivo de ese personaje atrabiliario en que Torra ha acabado convirtiéndose. Según las alucinaciones del secesionismo, los procesados con todas las garantías constitucionales por la insurrección del 1 de octubre del 2017 y sus actos preparatorios son presos políticos; exiliados, los prófugos de la justicia; un ataque intolerable a Cataluña la aplicación normal de las leyes de un Estado de derecho, incluidas las fiscales y económicas; y -ya el colmo del dislate- una venganza contra los independentistas la acción combinada de la fiscalía y la policía contra elementos radicales que preparaban atentados terroristas. ¿Alguien da más?

En manos de esta tropa ha vivido Cataluña los 24 últimos meses, totalmente desgobernada por quienes no tienen más proyecto político en la cabeza que intentar hacer efectiva una quimera reaccionaria y antidemocrática: esa declaración de independencia que cualquier persona en su sano juicio sabe bien que resulta totalmente irrealizable. Pero, además de eso, en sí mismo ya muy grave para la población del conjunto de Cataluña -más de la mitad de la cual no es nacionalista-, la locura de Torra y compañía ha ido dirigida a mantener viva una mentira, mediante una permanente agitación y una indesmayable manipulación de los medios de comunicación públicos que pagan todos los catalanes: aquella según la cual, a base de insistir, el Estado democrático español acabará cediendo antes o después a las reivindicaciones de los separatistas.

No ha ocurrido así en el pasado (ni en 1931, ni en 1934, ni en 2017; ni con la Segunda República española, ni con la actual monarquía parlamentaria), ni nada hay que permita suponer que sucederá así en el futuro. Por eso, la extravagante política de los separatistas es solo una forma de suicidio cuyas consecuencias están bien a la vista: una comunidad partida en dos por el absoluto delirio de sus nefastos gobernantes.