Entre el 4.0 y el punto muerto

Manoli Sío Dopeso
M. Sío Dopeso SERENDIPIA

OPINIÓN

Luis Carlos Llera

05 jul 2019 . Actualizado a las 12:13 h.

Juan tiene 51 años, una hija acabando Traducción e Interpretación en la Universidad de Vigo, y un hijo empezando Ingeniaría Industrial. Su mujer es dependienta y sus 1.000 euros mensuales serán los ingresos más seguros que entren en casa a partir de ahora, porque Juan es uno de los 73 trabajadores de Vulcano que se ha quedado sin trabajo, tras el expediente de liquidación solicitado por el histórico astillero vigués. Ya no habrá coche nuevo, ni reforma de la cocina. Pero no es solo su problema. Cada vez que una empresa echa el cierre en Galicia todos nos empobrecemos.

El final de Vulcano era inevitable tras casi una década de agonía. Su cierre es una pérdida irreparable, porque con este astillero se van cien años de la mejor construcción naval gallega.

Muerta una empresa, además de llorarla y enterrarla, debería ser obligado someterla a una autopsia. Cuánto aprenderíamos para evitar que los mismos errores se siguieran cometiendo, para mantener a salvo el tejido productivo que queda en pie.

Pero no aprendemos, y la historia se repite también una y otra vez en las cuatro provincias gallegas, pero en especial en el eje atlántico Vigo-A Coruña, en donde se concentra el 60 % del PIB gallego. La Artística, La Cros, la Fábrica de Tabacos, Caramelo, T-Solar, Alfageme, Valeo, Draka, Prevent, Treves, Pórtico, Donuts, Elnosa... son parte reciente de esa historia de fracasos industriales y de dramas humanos enterrados sin autopsia y sin la lección aprendida.

El cierre de una industria es un drama, pero también puede serlo una mala venta, un factor de alto riesgo que planea en estos momentos sobre importantes unidades productivas instaladas en Galicia, de las que Alcoa es el referente, pero no hay que olvidar la reciente adquisición de Iberconsa, el segundo mayor grupo pesquero gallego que hace un par de meses protagonizó la mayor compra de una empresa gallega por parte de un fondo inversor: nada menos que 550 millones de euros pagaron. ¿Una buena noticia? Tal vez sí, pero cuando un fondo especulador toma una empresa solo lo hace por un motivo: dinero. Su compromiso con el tejido industrial, con la masa laboral y con el entorno es cero, y en el momento en que la cuenta de resultados deje de ser satisfactoria se irán por donde han venido, en busca de un nuevo objetivo al que explotar.

No debería de ser ese el modelo de supervivencia por el que apueste la empresa gallega, sino por la implantación de nuevas unidades productivas y de inversores que apuesten por crecer aquí. Nada de esto cae del cielo.

Hoy la inversión industrial se mueve por algo llamado costes de producción. Su fidelidad a un territorio, a un país, es tan voluble como interesada. Se deja querer por subvenciones, incentivos pero, sobre todo, por un entorno regional pujante y competitivo. ¿Es ese territorio Galicia? Cuatro décadas de desmantelamiento industrial, sin que el cierre de unas fábricas haya ido acompasado por la apertura de nuevos o diferentes centros de producción, permiten deducir que no.