La toga y el jabalí

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

16 jun 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Todos los años por estas fechas el Concello de Lugo obliga a los vecinos a elegir entre el imperialismo y la barbarie. Me refiero, claro está, a la celebración del Arde Lucus, que fue ayer y antes de ayer, y que consiste en que la gente decide si se visten de romanos o de celtas, o como les queremos llamar.

A simple vista, da la impresión de que ganan los romanos por goleada. Quizás sea porque su ropa parece más simple y más cómoda de llevar -entonces no era así, ponerse la toga era tan difícil que requería la ayuda de un esclavo-. O quizás sea un reconocimiento del hecho de que los romanos también ganaron en la realidad. Y no precisamente por una cuestión de confort en el vestir, sino porque sus armas eran mejores y su administración más eficiente. Sus leyes todavía se estudian -y suspenden- en Derecho. Su lengua se ha desarrollado hasta alcanzar la perfección en el gallego y el asturiano. Lo de Roma hay que reconocer que fue un éxito total. Me temo que Lugo mismo es un gran argumento en favor del imperialismo, cuando uno lo compara, por ejemplo, con el castro de Baroña en términos de habitabilidad y planificación del suelo urbanizable. Alcantarillado, carreteras, puentes por los que todavía se circula… Roma, más que un proyecto militar era un imperio de ingenieros, una empresa pública de construcción de caminos, canales y puertos que respondía a las siglas comerciales SPQR. Al final, aquella inversión en infraestructuras fue lo que acabó poniendo a los bárbaros entre la espada corta romana y la pared de sillería con mortero. «¿Qué han hecho los romanos por nosotros?», se preguntaba indignado en La Vida de Brian (1979) aquel activista del Frente Popular de Judea -o del Frente Judaico Popular, no recuerdo bien-. La respuesta podía haber sido: «Nos han hecho a nosotros».

A mí sí, desde luego. Nací a orillas de una vía romana (la XIX). Para ir al colegio pasaba bajo la puerta de una muralla romana. Y en el verano, cuando iba a bañarme al río, cruzaba un puente romano que extendía sus brazos sobre un río de nombre romano, el Minius, el Miño. De niño me hacía gracia que mi ciudad hubiese sido fundada por un tipo llamado Bruto (Decimo Junio), pero luego vi con orgullo que ese apellido era el de una estirpe de tiranicidas. En fin, que, como San Pablo, podría yo muy bien decir aquello de civis romanus sum, soy un ciudadano romano.

Y al mismo tiempo, sin embargo, pertenezco a una generación que se educó con Asterix, en cuyas páginas ilustradas aprendimos a añorar la caza del jabalí, el desorden de la cena comunal en torno al fuego y la libertad de los antiguos bosques sagrados. Lugo, precisamente, era uno de ellos, un lucus silente, un bosque inquietante y silencioso, talado por orden de los agrimensores de las legiones. Alguna vez he soñado, y escrito, que aquel antiguo bosque late todavía bajo la ciudad y puede brotar alguna noche para reclamar la ciudad; y cada vez que leo esas noticias que cuentan avistamientos de jabalíes en la avenida de Ramón Ferreiro o en el barrio de Montirón pienso que son los espíritus de los viejos guerreros, que vuelven para reconocer el terreno en el que crecía el roble y el muérdago a la luz de la luna.

Al final, pues, no hay tal disyuntiva en el Arde Lucus, porque celtas y romanos acabaron siendo lo mismo. Eso somos, en el fondo, los gallegos, como todos los pueblos de Europa: una aleación de civilización y barbarie, hijos y padres de imperios, sus víctimas y beneficiarios.