Más allá del edén

Luis Ferrer i Balsebre
Luis Ferrer i Balsebre TONEL DE DIÓGENES

OPINIÓN

02 jun 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

El 29 de mayo de 1953, el alpinista neozelandés Edmund Hillary, acompañado del serpa Tenzing Norgay, conquistaba la cima de la montaña más alta del mundo, el Everest. Más de seis décadas después, once personas han perdido la vida en lo que va de temporada con el mismo afán, pero no crean que debido al enorme riesgo y dificultad que tiene la ascensión, sino al hecho de que la fila de gente esperando para coronar la cumbre y hacerse la foto resulta ser una trampa mucho más peligrosa. 

Queda claro que el mundo se ha quedado pequeño y que ya no hay lugar dónde perderse ni nada nuevo que conquistar que no sea un selfi arriesgado para mandar a las redes.

Es difícil descifrar las claves que impulsan conductas de este tipo, la búsqueda de emociones fuertes, el superarse a uno mismo, el emular las hazañas de los héroes identificándose con ellos, el placer de la soledad absoluta, el amor por la montaña... Pero estas emociones resultan tan respetables como contradictorias con la realidad con que se encuentran: una multitud donde debería haber soledad apabullante, un reguero de coca colas y desperdicios donde debería haber una nieve virginal, unos jóvenes guías turísticos suplantando experimentados exploradores aborígenes, un vocifero humano donde debería reinar un absoluto silencio.

Estas contradicciones aventureras, fomentadas por una publicidad implacable, que muestra un mundo de experiencias vendidas como hazañas, y que no son más que un paquete de turismo caro de aventura con el que hacer negocio, aunque a veces la aventura se convierta en sepultura.

La imagen de la fila interminable de individuos vestidos de Edmund Hillary apelotonados en la breve cornisa que cubre el último tramo de la ascensión, es análoga a la que viví en primera persona en un viaje a Senegal -también vendido como algo exótico y misterioso-, en donde un grupo de turistas aventureros fuimos transportados en cayucos miserables a la isla de los fetiches. Un lugar inexplorado en el que habitaba un famoso chamán invidente y centenario, que en contadísimas ocasiones se atrevía a salir de su choza y dejarse ver para comunicar los más oscuros arcanos que, solo quien tiene pase al inframundo, puede conocer.

Dispuestos en semicírculo alrededor de la choza del santón, esperábamos la respuesta de nuestro guía, que osó suplicar su presencia ante nosotros. Los minutos antes de comunicarnos la buena nueva se hicieron eternos. Salió un ancianito ciego envuelto en una bufanda del Real Madrid y desveló el oráculo secreto: ¡Amancio, Pirri, Gento..! ¡Viva España! Miré alrededor y vi a todos mis compañeros de liturgia vestidos de Coronel Tapioca y serios, como en misa. Ahí tomé la determinación de no volver a buscar emociones fuertes más allá del Edén.