Cualquier resultado electoral es analizable desde una doble perspectiva: la que da por supuesto que los ciudadanos han votado libremente, para definir una situación lícita e inapelable, cuyas consecuencias hay que acatar; y la que observa situaciones en cierto modo no deseadas, que, por ser imprevisibles -fruto de un voto personal y secreto-, producen una frustración general, como si nadie esperase lo que finalmente sucedió.
En términos generales, las democracias avanzadas producen resultados perfectamente gestionables, cuyos ajustes pueden esperar, sin grandes dificultades, los cuatro años que dura una legislatura. Pero también existen períodos críticos, caracterizados por un desajuste electoral esencial, cuya corrección exige medidas urgentes, generalmente muy gravosas, que incluyen disoluciones anticipadas de las cámaras -España está pasando por esto-, mociones de censura que tratan de alumbrar alianzas políticas de alto riesgo -España también está pasando por esto-, o ataques temerarios contra el sistema y contra la estructura de partidos, que desajustan el modelo y provocan crisis catárticas muy inciertas, y enormes costes sociales y económicos -España, ¡vaya por Dios!, también está pasando por esto-.
Entre las medidas inventadas para reajustar los modelos electorales, la más popular es la llamada «segunda vuelta» -en francés ballotage-, cuya esencia consiste en que, si una primera elección no proporciona las mayorías exigibles para la gobernabilidad del sistema, se fuerza una segunda elección con competencia binaria, que, a base de forzar los consensos por vía negativa -es decir, «votar contra alguien»-, alumbra mayorías artificiosas que a la larga, como se está viendo en Francia, dinamitan la estructura de partidos y abren paso al presidencialismo huérfano.
Frente al balotaje, que no está resultando ser tan genial y aséptico como se suponía, algunas democracias -como la nuestra- están ensayando un modelo de integración electoral que, partiendo de la idea muy lógica y avanzada de que todas las elecciones contribuyen a la construcción de la gobernabilidad, permiten tratar todas y cada una de las consultas como una segunda vuelta de las anteriores, para que sea el electorado el que, a base de introducir matices, pueda darle racionalidad al reparto de poder -la poliarquía de Robert Dahl- que constituye la esencia de la democracia.
A eso apelo en esta jornada de reflexión de las elecciones locales, autonómicas y europeas, por si pueden servir, si el electorado quiere, para enmendar la algarabía parlamentaria que, como resultado de una fragmentación más emocional que racional del sistema de partidos, y de un revisionismo que disminuye el potencial de gobernabilidad y comprensión del sistema, está poniendo el país al borde de un desorden institucional y político de enorme envergadura. Lo que quiero decir es que mañana es posible enmendar -algo- el panorama que hemos dibujado hace un mes. Aunque no soy tan ingenuo como para esperar que así sea.