Nunca segundas partes fueron buenas

OPINIÓN

24 abr 2019 . Actualizado a las 07:21 h.

En los últimos tres años hemos asistido a tres campañas electorales, a varios discursos de investidura, a un debate de política general y a una moción de censura. Y por eso deberíamos preguntarnos qué puede añadir a nuestra formación política un espectacular debate a cuatro en el que los pizzicati retóricos prevalecen sobre los programas correspondientes. Los dos debates que hemos visto son una banalización de la política, en los que, sin haber obtenido ningún consenso sobre el diagnóstico de los problemas y sobre las prioridades de las soluciones, se nos ofrece una riada de milagros que, en vez de orientarnos hacia un país bien gobernado, nos invitan a vivir en el paraíso terrenal.

El debate de ayer fue la segunda parte del celebrado el lunes, sin oportunidad para debatir y argumentar los giros esenciales que debe asumir España, y con redobladas ocasiones para el cuerpo a cuerpo tabernario y estéril, o para una edición corregida y aumentada de las muchas promesas que, como ya dijo Horacio in illo tempore, destruyen la confianza -«multa fidem promissa levant»-. A Sánchez le sobró petulancia y manipulación de los datos. A Rivera le traicionó ese triunfo del lunes, que sólo vieron sus turiferarios, y que le hizo persistir en su posición más facilona y previsible, y también más fulera. Pablo Iglesias, que fue muy serio y leal en el debate, no pudo desprenderse del estupor que produce el que el mismo líder que en el 2016 se presentó bajo el signo del sorpasso, persiga ahora el purgatorio de una vicepresidencia que, si la obtuviese, lo convertiría en casta fallida. Y Casado, que también el lunes hizo los mejores intentos por elevar y dignificar el debate, sintió el lastre de un partido en vías de regeneración que dificulta un liderazgo que nace bajo la fragmentación de la derecha.

Pero, lejos de ser los cuatro líderes que subieron al ring los que explican el fracaso político de los debates, creo que nuestra situación política es estructuralmente desesperada. Porque quien desarboló el régimen del 78 fue el electorado, que, en vez de situarse detrás de sus líderes, como corresponde a los sistemas bien ordenados, se puso con toda evidencia -y enorme desconcierto- por delante. Por eso los partidos andan desnortados en su intento de encontrarse con un electorado que vota por el método de prueba y error, que se ha hecho opaco para las encuestas, y que a veces da la sensación de ir como un pollo sin cabeza. Y en este contexto es imposible que los líderes puedan ofrecer algo más que vanas promesas, y una macedonia de tuits con jugo de «y-tú-más». Por eso, en vez de culparlos, los compadezco.