Israel: la pandemia populista

OPINIÓN

Ammar Awad

13 abr 2019 . Actualizado a las 10:12 h.

Nadie sabe, ni a nadie parece importarle, por qué el Estado de Israel sigue exhibiendo su pedigrí democrático a pesar de tener un régimen supremacista y racista, de mantener en claro apartheid social y político a la mitad de su población, de exhibir en todos los órdenes y circunstancias un militarismo provocador que siempre garantiza la excepcionalidad democrática, y de alimentar su totalitarismo político sobre la base de unos principios religiosos que, a pesar del formalismo laico al que se siempre se remite su democracia, determina la existencia de un Estado, más que confesional, esencialmente sionista. Lo que en modo alguno se le toleraría a ningún otro país del mundo, es en Israel paradigma de identidad, esfuerzo y virtud. Y todos los ecos religiosos y culturales que en nuestros países son vistos como atentados contra la igualdad y la libertad de conciencia y expresión, alimentan la indisimulada simpatía que tiene Israel entre los regímenes y los ciudadanos de los países más avanzados de Occidente.

Resultado de esta permisividad a todas luces cómplice, y del papel estratégico que juega el sionismo en los difíciles equilibrios económicos y militares del Medio Oriente, la democracia israelí se ha adelantado en años e intensidad a los populismos -ya descarados- que asoman por doquier en las democracias de Europa y Estados Unidos, como si en la culta y desarrollada población judía se hubiese instalado con toda naturalidad la idea de que solo una democracia de baja calidad -supremacista y autoritaria- puede dar respuesta a los retos cotidianos que afectan a la seguridad y a la supervivencia del Estado. Porque solo así se explica que la extrema derecha que encabeza Netanyahu, cuyas alternativas -formalmente laboristas- compiten con él en el uso y abuso de la razón de Estado, siga ganando una elección tras otra, por encima de ineficiencias y corrupciones, y hasta el punto imponer en las recientes elecciones la quinta mayoría consecutiva del pragmatismo sionista.

Aunque en los países occidentales no acostumbramos a analizar las elecciones de Israel con los mismos parámetros con los que nos cepillamos alegremente los procesos políticos de otros países como México, Brasil, Ucrania, Indonesia o Filipinas, no nos vendría mal que, a la vista de los alarmantes apoyos que Trump le ha ofrecido a Netanyahu, y de la contradictoria dureza con la que trata a otros países y etnias vecinas, empezásemos a pensar si se está creando -o ya existe- una internacional autoritaria que mide e interpreta el ser y el hacer de las democracias a la luz de las conveniencias políticas y económicas y de la pura razón de Estado, y en qué medida estamos asumiendo consciente o inconscientemente la arriesgada construcción de nuevos liderazgos que -cada vez más independientes de los partidos- reclaman nuestra adhesión a sentimientos y mesianismos escasamente razonables.

Ya sé que lo que está pasando en Occidente no es lo mismo. Pero mucho me temo que nuestras campanas ya tocan a vísperas.