Libertad (de voto), ¿para qué?

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

29 mar 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

En 1920 el político y pensador socialista don Fernando de los Ríos viajó a Rusia y tras conocer a Vladímir Ilich Uliánov, nuevo líder del país, preguntó cuándo sería posible pasar allí de la llamada dictadura del proletariado a un régimen de «plena libertad para sindicatos, prensa e individuos», a lo que Lenin contestó: «El problema para nosotros no es de libertad, pues respecto a ésta siempre preguntamos, ¿libertad para qué?» (Fernando de los Ríos, Mi viaje a la Rusia Soviética, Alianza Editorial, pp. 97-98).

Mucha más conocida que su origen, la frase -al margen por supuesto del contexto político en que se pronunció: el de una sanguinaria dictadura- viene muy al caso ante el contumaz ejercicio de llamativa soberanía personal que los españoles manifiestan desde el 2015 en sondeos y elecciones. Y digo llamativa porque todo indica que hay muchísimos electores que han votado en el pasado y anuncian que lo seguirán haciendo en el futuro sin importarles ni un comino para qué sirven las elecciones en los sistemas de tipo parlamentario como el nuestro.

Detengámonos un minuto en el asunto. En ese tipo de sistemas, los comicios tienen a la vez, entre otros, dos indisociables objetivos: representar al cuerpo electoral y conformar mayorías de gobierno. Todo ello está tan vinculado que unas elecciones que no sirven para conformar gobiernos dejan de cumplir una de sus funciones esenciales en los regímenes parlamentarios, aunque sean muy representativas y dejen felices a los electores por haber ejercido como les ha venido en gana su libérrimo derecho de votar a quien les pete.

Y, al parecer, en eso estamos: por motivos que tienen sin duda una explicación (la tienen todas las cosas de este mundo, aunque muchas veces pueda ser disparatada) y, salvo que se equivoquen todos los sondeos de un modo garrafal, los electores españoles hemos hecho de pronto un gran descubrimiento: que lo importante del acto de votar es quedarse satisfecho al depositar el sufragio en la urna, aunque como resultado de ello sea imposible luego conformar un gobierno estable que pueda ocuparse de gestionar desde las instituciones los intereses generales del país. Para ser humildes, no debemos arrogarnos en todo caso el mérito de tan singular descubrimiento: los italianos o los belgas -por poner sólo dos ejemplos- se nos anticiparon en ese arte de votar no para elegir gobiernos, sino para optar por jugar al constante desgobierno.

Así que ya lo sabemos: si no hay un cambio sustancial en la intención de voto de los españoles, de las elecciones del 28 de abril saldrá un parlamento demencial, que servirá para algunas cosas -dar espectáculo, presumir de ser los más pluralistas del planeta, aumentar el colorido del Congreso y el Senado- pero no para esa cosa tan vulgar que es gobernar, resolviendo los problemas de quienes pagan con sus impuestos el funcionamiento del sistema democrático.