Ames, Macondo

Tamara Montero
Tamara Montero CUATRO VERDADES

OPINIÓN

11 mar 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Muchos años después, cuando Netflix lo colocó de nuevo ante el pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía cambiaría para siempre de rostro. A medida de que iba relatando aquella tarde remota en la que su padre lo llevó a conocer el hielo, se desvanecía el castaño moteado de los ojos de otro padre. El mío. Rebeca dejaba de tener la melena larga y sedosa de mis primas y ya no llegaría a la misma casa en la que acunar el rencor hacia Amaranta, sentada con la misma rigidez de aquella tía que fue maestra. Ya no sería nunca más aquella casita que se estiraba hasta rozar el gallinero con sus pies invisibles mientras intentaba alcanzar los kiwis con unas manos inexistentes, entre las que saltaba una perrita bautizada con el nombre de una serie de los 90. Aquella casa incapaz de deshacerse del olor a incomodidad que lo impregnaba todo. Por mucho que se ventilase. Melquíades ya no hablaría desde la penumbra de aquellas habitaciones destartaladas ni la maldición de los hijos con cola de cerdo pasearía con calma por la parroquia de Ames que se apareció en el mismo instante en el que leí por primera vez Macondo. No. Úrsula dejaba de llevar la bata de la abuela y José Arcadio no tenía ya el traje marengo y la mirada de aquel azul profundo del abuelo. A veces, Netflix, solo hace falta una adaptación cinematográfica: la que van filmando las palabras en cada uno de nuestros cerebros.